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Martes, 30 de agosto de 2005

Textual

Mi padre me pide que le lave los pies. Está enfermo. Hace un mes que está tendido en la cama. Que no cumple con sus necesidades básicas. Ha dejado de comer, de orinar y de defecar. Hasta cierto punto me parece lógico que esto ocurra. Si no se ingiere, no se deglute. Pero pese a todo quiere que le lave los pies. En todo este tiempo no se ha quitado ni los calcetines ni los zapatos. No usa ni siquiera las pantuflas que solía llevar dentro de casa. Tiene puestos los zapatos de los días festivos. Empiezo a desatar los cordones como si pelara un plátano. Primero el pie izquierdo. El nudo está firme. Parece que la inmovilidad en que los zapatos se han mantenido a lo largo de este tiempo los ha puesto rígidos. Da la impresión de ser uno de esos nudos llamados ciegos por los ciudadanos de la fuente. Cuando logro desatar el primero, sigo con el segundo. La tarea es similar. Dudo sobre cuál de los dos está más firme. La verdad no lo sé. Mis pensamientos pasan a otra cosa cuando compruebo que desanudar estos zapatos no puede ser una acción sin consecuencias.

* Fragmento de La escuela del dolor humano de Sechuán (Interzona).

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