CINE › OPINIóN
› Por Luciano Monteagudo
Matteo Garrone, el recordado realizador de Gomorra, no podría haber hecho un film más diferente, en tono, tema y estilo, a aquel potente fresco sobre las mafias napolitanas, pero no menos arriesgado en su ambición formal y conceptual. El propio Garrone definió a Reality en Cannes como “una comedia triste” y esa paradoja precisa muy bien la propuesta de su película: el retrato de una suerte de “pulcinella” napolitano de hoy, un personaje que no podría ser más actual y anclado en la realidad y que, sin embargo, parece remitir a la tradición crítica de la commedia dell’arte. Se trata de Luciano (Aniello Arena, salido de un grupo teatral carcelario), un pescadero de una populosa barriada de Nápoles, buen marido y padre de tres hijos, que pelea diariamente el pan de cada día, con sus negocios limpios y también con algunos rebusques levemente reñidos con la legalidad.
En fin, que Luciano, como tantos italianos (y no sólo italianos) de hoy, trata de salir de pobre, como puede. Y en esa desesperación cae presa de la televisión: tentado por su propio carácter histriónico, con el que anima las fiestas familiares, e impulsado por la voracidad mediática del mundo que lo rodea, Luciano se presenta a un casting de Grande Fratello, la versión italiana de esa plaga extendida por todo el planeta que es Gran Hermano. Pero, a diferencia de Bellissima (1951), el clásico de Luchino Visconti, en el que la gran Anna Magnani entregaba a su pequeña hija a las fauces del monstruo siempre sacrificial del espectáculo, ahora –signo de los tiempos– es la hija preadolescente de Luciano quien impulsa a su padre a presentarse en ese templo eterno de la fama prometida que es Cinecittà.
Si esa inversión de sentido remite a Visconti, el grotesco con el que Garrone describe el mundo vacuo y frenético de la televisión dialoga con las invectivas que Federico Fellini le dedicó en sus últimos años a la obscenidad esencial de la pantalla chica italiana, saturada de colores hirientes y sonrisas falsas. Pero, en Reality, Garrone va más allá y traza una nueva dirección de sentido: ilusionado con una posibilidad que está lejos de concretarse, Luciano se obsesiona con su participación en el programa y se imagina un elegido. Toda su fe y su esperanza se depositan, al punto de la locura, en ingresar a la Casa de Grande Fratello, como si fuera el nuevo reino de los cielos. De una manera muy lúcida y punzante, Garrone (también autor del guión) sugiere que este “reality” está sustituyendo en la conciencia de su pueblo a una de las más entronizadas instituciones de la cultura italiana: la religión católica, nada menos.
Alienado por la visión permanente de esos jóvenes ociosos, permanentemente vigilados por cámaras que todo lo ven, Luciano también se sentirá observado, pero ya no por la mirada omnipresente de Dios, sino por quienes él cree son unos enviados de Grande Fratello, una suerte de arcángeles imaginarios ante quienes supone que debe rendir su propia prueba de fe. Es así como realiza un acto de contrición y caridad y entrega sus pocos bienes materiales a unos vecinos menesterosos, ante la desesperación creciente de su esposa y sus amigos. Uno de ellos no tiene mejor idea que intentar devolverlo al rebaño y llevar a Luciano a la parroquia del barrio, siempre más confiable para un napolitano que un psicoterapeuta. Pero cuando todo parece encauzado y Luciano accede a ir a Roma para participar de una procesión, aprovechará esa excusa para escapar de la luz cada vez más tenue de los cirios para conseguir finalmente, por una noche al menos, ser iluminado por los potentes reflectores de esa nueva religión pagana que es la televisión.
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