Viernes, 30 de junio de 2006 | Hoy
MUSICA › OPINION
Por Diego Fischerman
A nadie se le ocurre que los partidos de fútbol deban ser más cortos o cambiar sus reglas porque el público poco habituado se aburre. Cada vez que sube a escena en el Teatro Colón una ópera que se aleja del modelo romántico del siglo XIX, en cambio, aparecen las supuestas polémicas acerca de la conveniencia o no de programar esos títulos que “son tan aburridos”, según las palabras de esa considerable porción de los abonados a la función de gala que se retiró mucho antes de que terminara el estreno de A Midsummer Night’s Dream. Que a esta altura del partido autores como Benjamin Britten –y una obra de hace 46 años– sean puestos en tela de juicio es un síntoma. Y si se piensa que con títulos como Pelléas et Mélisande de Debussy o Porgy & Bess de Gershwin, los cuestionamientos fueron similares, la situación se torna aún más preocupante. Podrá argumentarse que en este caso, a diferencia de quien se enfrenta al fútbol sin la debida experiencia previa, se trata de un público experto. Pero se olvida que la ópera es muchas cosas a la vez y que sus amantes, lejos de adorar el conjunto, suelen idolatrar sólo algunas de ellas. Están, por supuesto, los que valoran las obras, los que se apasionan con la música y el teatro y los que disfrutan con los desafíos estéticos. Pero también están los que buscan, exclusivamente, shows de voces, vestuarios fastuosos, argumentos fáciles, músicas pegadizas y escenografías rimbombantes. Mal podría un teatro estatal, pagado con los impuestos colectivos, pensarse sólo para el gusto de ellos. Por el contrario, su deber es dar cuenta de la mayor diversidad estética posible, entre otras cosas para tratar de lograr que las futuras generaciones de espectadores de ópera, si llega a haberlas, sean más cultas que las del presente.
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