9 de feb, 1984 –año internacional de la rata (orwelliana)–
Querido, qué alejado, pampa y tundra: istmitos. Acabo de regresar de la Argentina, tras dos estirados meses, que empezaron (7/12), participando de la reunión de formación del grupo: Comisión Pro Defensa de las libertades cotidianas (que clama la derogación de los edictos policiales y de la averiguación de antecedentes), el 8/12 me quedé afónico gritando en una estirada marcha de las Madres de Plaza de Mayo, rumbeé primero tras temblequeantes feministas y luego copóme (no cogióme) el ondular, el tremoleo de las enseñas anarquistas como en Odessa, 1919: decían las mismas cosas abstractas: ¡donde hay Estado hay represión! El 10/12 me plegué al alfonsinismo con el disimulo de una columna gay, cuyo celoso recato rompí zarabandeándome a la brasilera entre los tamboriles de los muchachos radicales, donde el recién electo dijo desde el cabildo una pavada escolar. Es como una directora de colegio técnico. Después, la euforia se fue enfriando: a fin de enero un cana de tránsito me pidió documentos en el mejor estilo procesista, pero no me llevó. La prepotencia policial empero ha disminuido drásticamente, no así el control. Reprimieron ferozmente una manifestación con un cartel de “Marihuana Liberada”, que se transformó en antipolicial. Echaron a los mochileros de Gesell después de desmanes patoteriles (contra minas y maricas) en Mar del Plata. Al mismo tiempo la revolución es retórica (ya que no, cual el peronismo, semántica).
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