Lunes, 23 de diciembre de 2013 | Hoy
TEATRO › OPINIóN
Por Carlos Ianni *
El que termina ha sido un año en que el Celcit ha cumplido cabalmente con sus propósitos. La presentación en Buenos Aires de once compañías procedentes de España, Chile, Costa Rica, Portugal y Venezuela, además de nuestras propias producciones de autores latinoamericanos contemporáneos; nueve talleres de formación y perfeccionamiento para profesionales; dieciocho talleres internacionales con maestros como David Amitín, Marco Antonio de la Parra, Rubén Pagura, Arístides Vargas o Michal Znaniecki; quince cursos en la modalidad “a distancia” a través de Aulas Virtuales; veinticinco nuevos textos dramáticos incorporados a la Colección Dramática Latinoamericana, que ya ha superado los cuatrocientos títulos; once nuevos documentales producidos para Celcit TV; más una tarea permanente de promoción y difusión del teatro iberoamericano dan cuenta del trabajo integrador realizado.
Esta tarea se concreta en el ámbito de una ciudad que nuestros políticos se jactan en llamar “la capital iberoamericana del teatro”, sin asumir que es llevada a cabo, en gran medida, por la pura pasión de sus hacedores y sin que el Estado, tanto a nivel local como nacional, implemente políticas específicas para el teatro independiente.
Producto de muchos años de lucha, la Ley de Teatro sancionada en 1997 facilitó la creación del Instituto Nacional del Teatro (a la que siguió en 1999 la que creó Proteatro), pero también ha permitido serias distorsiones que nadie se anima a corregir. Espectáculos que se presentan sólo una vez por semana, temporadas cada vez más cortas, salas en las que conviven siete, ocho o nueve espectáculos, concentración de las funciones los fines de semana, públicos que no se renuevan, son sólo algunos de los síntomas. ¿Qué trabajo serio, por ejemplo, y espacialmente hablando, puede plantearse un director que tendrá que compartir la sala con otros espectáculos, sin tiempo para armar su escenografía y, muchas veces, sin espacios adecuados donde guardarla entre funciones? ¿Qué iluminación puede diseñarse cuando la planta debe ser compartida con otras siete puestas y los reflectores se mueven de una a otra? ¿Qué trabajo profundo, de indagación, puede exigírsele a un actor que realiza apenas doce funciones de cada espectáculo en el que participa, que minutos antes de salir a escena probablemente esté armando la escenografía (a las corridas, porque sólo hay media hora entre una representación y otra), que debe compartir camarines con el elenco saliente y que tal vez llegue al teatro a las disparadas porque viene de participar en otro espectáculo? ¿Qué rentabilidad puede tener una puesta que ofrece sólo una función por semana y una temporada de doce funciones?
Tengo la impresión de que estamos destruyendo, poco a poco, nuestro patrimonio intangible. Que mientras nos jactamos de la cantidad de salas que hay en Buenos Aires o de la cantidad de funciones que se realizan en un fin de semana, vamos atentando contra lo más sagrado de nuestra profesión, la calidad de nuestros actores, directores y realizadores. Alegremente, seguimos bailando en la cubierta del Titanic.
* Director, docente, investigador, productor teatral, director del Celcit.
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