CINE › SU úLTIMA PELíCULA
› Por Luciano Monteagudo
Alain Resnais ya no estuvo en la última Berlinale, donde hace menos de dos semanas su última película, Aimer, boire et chanter (Amar, beber y cantar), ganó el Premio Alfred Bauer, expresamente dedicado a “un film que abre nuevas perspectivas”. Su mujer y actriz fetiche de los últimos veinte años, Sabine Azéma, lo disculpó diciendo que Resnais tenía algún problema de salud. Pero nadie hubiera dicho que esta pequeña pieza burbujeante, plena de humor y fantasía, fuera obra de un hombre de 91 años, ni mucho menos que cuando la hizo estuviera al borde de la muerte. A primera vista, nada hay de réquiem ni de despedida en un film que, tal como sugiere su título, celebra la vida y hasta se burla sabiamente de todo aquello que parece grave en ella –entre otras cosas, la muerte–, pero que a los ojos del último Resnais ya no lo era tanto.
Amante incondicional del teatro antes que de la literatura, Aimer, boire et chanter es una adaptación de la obra Life of Riley, del dramaturgo británico Alan Ayckbourn, de quien Resnais ya había llevado al cine anteriormente su díptico Smoking / No Smoking (1993), también premiado en Berlín. En la pieza, tres parejas de la campiña inglesa (Sabine Azéma e Hippolyte Girardot, Sandrine Kiberlain y André Dussollier, Michel Vuillermoz y Caroline Sihol) descubren que un viejo amigo de todos ellos, el mencionado Riley, a quien en la película nunca se lo llega a ver, tiene una enfermedad terminal. Y todos –especialmente las mujeres, que tuvieron o tienen incluso algún affaire con Riley– comienzan a revisar sus propias vidas y a tratar de hacer más llevaderos los últimos días del inminente difunto. Lo que no saben es que Riley tiene sus propios planes...
Filmada de manera deliberadamente artificiosa, en un set que no esconde su condición de tal sino que por el contrario la expone, Aimer, boire et chanter impresiona en primera instancia por su alegre, fulgurante paleta de colores, como si Resnais hubiera querido pintar esa campiña de cartón con los rojos, los amarillos y los verdes del arco iris. Es en ese marco juguetón y fantasioso donde el director de Noche y niebla decidió pasar sus últimos días de trabajo después de casi siete décadas ininterrumpidas de cine, riéndose de todo aquello que uno deja atrás y que, finalmente, hace que la vida valga la pena ser vivida.
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