CULTURA › OPINIóN
› Por Mario Goloboff *
Nunca, durante mis ya largos años de practicante de la literatura, se me cruzó por la cabeza la idea de medirme con Gabriel García Márquez (ni con ningún otro escritor de igual magnitud). Será porque siempre sentí la mía como una actividad solitaria, privada, púdica, casi secreta, dirigida a explorar y desarrollar asuntos más bien íntimos y, en la tarea de escribir, a resolver problemas de la propia forma y composición anheladas, antes que de competencia comercial o social. Y si de aspirar a grandes cumbres se hubiese tratado, nunca, a pesar de su grandeza, tuve a García Márquez como modelo, no porque dejara de admirar su obra, sino porque está construida de un modo ajeno a mis textos, que aspiran a algo más sobrio, más despojado, más silencioso. Así, por no haberlo tenido en ninguna época como referencia personal, la inquietud de comenzar ahora a escribir “después de García Márquez” me duele, me ensombrece, pero no se me plantea literariamente hablando. Humanamente, sí, porque es claro que lamento que se haya ido apagando hasta el final, que su genio ya no brillará como brilló, que su producción se extinga y, en fin, que no seamos (todos) tan jóvenes como éramos cuando él escribía y nosotros leíamos La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande, alguno de sus relatos ejemplares como el “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, “Un señor muy viejo con unas alas enormes” o el de la cándida Eréndira y, sobre todo y por encima de todo, ese texto poderoso, trabajado hasta la última coma, deslumbrante y uno de los centros de la escritura del continente: Cien años de soledad.
En todos esos sentidos podría acaso decir que siempre hemos estado escribiendo después de Gabriel García Márquez, y que ello no parece dramático, porque también lo venimos haciendo después de Homero, de Dante, de Shakespeare... y, aquí, de Jorge Luis Borges, de Juan Rulfo, de Juan Carlos Onetti, de Augusto Roa Bastos, de José María Arguedas... Pasadas algunas décadas, otros jóvenes que están naciendo hoy en América latina lo reconocerán como magnífico precursor y sabrán que sin Melquíades en el cuarto de la escritura de aquella casa endiablada, ellos no podrían siquiera concebir dos versos. Nosotros, en cambio, sus casi contemporáneos, tendremos que resignarnos y quizá, por qué no, jactarnos de haberlo tenido como compañero y vecino.
* Escritor.
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