MUSICA
Sin que hubiera ningún pianista en su casa, sin tener el ejemplo de ningún familiar cercano músico –más allá de una madre que cantaba muy bien, y una abuela que, dice, “tocaba todos los instrumentos que tenía a mano”–, Hilda Herrera tuvo de regalo de Reyes, a los cinco años, aquello que recuerda haber estado pidiendo desde hacía mucho: un piano. No recuerda exactamente desde cuándo, pero sabe con certeza que el piano estaba entre sus deseos de muy, muy niña. ¿Por qué, guiada por qué estímulo apareció ese pedido interno? “Misterio, esos misterios de la vida”, tiene ella por toda explicación. Por entonces la futura pianista vivía en Capilla del Monte, un pueblo que, lejos del destino turístico en que se ha transformado hoy, estaba entre los lugares ofrecidos a los tuberculosos por su “buen clima” capaz de contener la enfermedad, en tiempos en que era incurable. Además de acudir a los grandes hospitales para tuberculosos, los que todavía tenían esperanza de vida, y podían hacerlo, se quedaban a vivir en la zona. “Una mujer que vivió un drama en su familia, porque finalmente su esposo murió y sus dos hijas también, vendió todo antes de volverse a Buenos Aires. Entre las cosas que vendió estaba mi primer piano, el que amé: era un piano americano, de esos con pianola, con rollos de partituras que giraban. Me acompañó toda la vida, hasta hace poco, cuando tuve que mudarme y ya no entró en el departamento. Fue un dolor grande separarme de él”, recuerda.
Ese piano traía consigo las primeras partituras con las que se formó Herrera: “Alrededor de cincuenta rollos con cualquier cantidad de obras de Liszt, de Chopin, transcripciones para cuatro manos, trozos de ópera reducidos para piano”, enumera en el recuerdo. La tuberculosis también trajo al pueblo a un matrimonio cuya hija era pianista, y por eso la pequeña Hilda pudo acceder a una profesora. Fue la única que tuvo. “Pero nunca dejé de estudiar, estudié siempre sola –aclara–. Lo que pasó fue que luego me fui de pupila a un colegio de Córdoba, y no bien salí del colegio, con 19 años, me casé.” De modos diferentes a lo que puede considerarse una “carrera artística”, Herrera construyó un camino destacado como compositora y como intérprete, dejando grabados trabajos integrales sobre Yupanqui o Gardel, discos como el muy iniciático Al calor de la tierra, Señales luminosas o La diablera. Una experiencia que luego volcó generosamente a la docencia, con la certeza de estar sembrando huella.
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