LITERATURA
El pueblo en sí no tiene gran cosa, fuera del Asilo con sus pabellones de estilo inglés, ya un poco descascarados, una fábrica de cocinas y la elaboradora de maníes, que ha comenzado, después de mucho tiempo, a trabajar otra vez. Más allá de eso, sólo las casas de una planta, pintadas de blanco, de amarillo patito o de celeste. Casas como cajas de zapatos, sin jardines, junto a veredas de baldosas acanaladas y calles tan anchas que las vecinas, si quieren hablar entre ellas, comentarse las últimas noticias, deben cruzar unas a las veredas de las otras, porque de otra manera no se escuchan. Hay tres plazas, desde hace años las tres sin una flor, y una iglesia no hace mucho remozada con venecianas celestes. También hay un cine en el que pasan películas viejas y hay almacenes, una tienda, dos escuelas, un club social y una capilla que es la preferida de los fieles y está consagrada a la Virgen del Milagro. Pero vaya una a donde vaya, no hay milagros, sino un pueblo un poco triste, junto a un ferrocarril por el que casi ya no pasan trenes.
Si se va por la calle principal una tarde de sábado o de domingo, no se encuentra demasiado que hacer, sólo meterse en algún bar donde hay hombres bebiendo su vaso de Gancia o su café. Pero si una no es de las que se sientan a pasar la tarde en un café, ni de las que van a menudo al cine o si ha visto ya las películas que dan en el Gran Avenida y por no verlas otra vez se deja ir por los barrios, más allá del asfalto, hacia las calles de tierra regada, puede pronto comprender cómo la poca algarabía del centro se disuelve en un silencio que parece no tener fin, un silencio que se hermana con la luz vencida de la llanura y hiere a todos sin remedio.
Fragmento de La niña, el corazón y la casa.
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