Miércoles, 15 de abril de 2015 | Hoy
CULTURA
Por Atilio A. Boron
Pensaba ahondar sobre algunos asuntos pendientes de la nota sobre la Cumbre de las Américas que publicara este lunes Página/12. Pero a poco de regresar desde Colombia –donde tuve el honor de participar en las diversas actividades de la Cumbre Mundial de Arte y Cultura para la Paz de Colombia–, me abrumó la noticia de la muerte de Eduardo Galeano. Y la verdad es que lo único que tuve ganas de hacer fue buscar sus libros en mi biblioteca y sentirme una vez más en su compañía deleitándome con su lectura.
Eduardo fue no sólo un crítico incisivo y mordaz del capitalismo y un hombre comprometido con la revolución latinoamericana, sino también un pensador a la vez original y profundo, lo que no se da tan a menudo como se supone. Más de una vez charlábamos sobre la tragedia de muchos intelectuales que se jactan de su originalidad, pero cuyo pensamiento se mueve en la superficie, en las zonas de la apariencia. Son originales, pero en la producción de banalidades, maestros en el arte de la prestidigitación de la palabra. Cumplen una importante función conservadora (a veces sin ellos saberlo) en la generación de la resignación política y el conformismo, hijos de la confusión ideológica y de la imposibilidad de ir a la raíz de las cosas, como aconsejaba Marx. Otros son profundos, pero no originales. Sus ideas medulares abrevan en algunas de las más grandes cabezas de la historia de las ideas políticas y sociales. El precio de esa profundidad tomada de prestado –y sin que siempre se reconozca la deuda con el verdadero creador– es lo que Gramsci llamaba “el doctrinarismo pedante”: el reemplazo del análisis concreto de la realidad concreta por audaces plumazos que nada explican y que mucho menos sirven para cambiar el mundo.
Galeano era una notable excepción ante esas trampas y además tenía muchas otras virtudes, como si las anteriores no bastasen: era una persona excepcional y también un historiador erudito, conocedor de primera mano del drama histórico de Latinoamérica, dotado de una notable capacidad para comunicar sus ideas, que siempre se referían a una realidad histórica o contemporánea que retrataba con minuciosa precisión y que las expresaba con un lenguaje accesible a cualquiera. No escribía para la capilla, sino que su objetivo era llegar con su voz a todos los inconformes, a los oprimidos y explotados que encontraban en su lenguaje –llano, terso, sin rebusques culteranos– un valioso instrumento para comprender y explicarse la realidad que los agobia, las causas de las desdichas y atrocidades que campean en la escena contemporánea y un poderoso estímulo para movilizarse y luchar. Esto requería de su parte una paciencia infinita y una vocación artesanal que lo llevaba en ciertas ocasiones a pasarse una noche en vela –durante gran parte de su vida, con la compañía de unos atados de cigarrillos–, bregando por encontrar la frase justa o la palabra exacta que rematase eficazmente su argumento, que dijera lo que quería decir y que fuese capaz de suscitar en quien la leyera la conciencia de su propia situación y la rebeldía para cambiarla.
Ahora Eduardo se nos fue, pero nos dejó un legado precioso que acompañará para siempre las luchas emancipatorias de los pueblos nuestroamericanos. Tanto es así que podríamos aplicarle a Eduardo la frase con que a menudo se refería a la siembra del Comandante Hugo Chávez: “Me han dicho que Chávez murió, pero yo no me lo creo”, porque las ideas y los sueños de Chávez, como los de Galeano, vivirán para siempre. Es casi una inevitable obviedad decir que con su muerte se va uno de esos imprescindibles que una vez señalara Bertolt Brecht. Tal vez el más imprescindible de todos en la batalla de ideas en que estamos empeñados.
¡Hasta la victoria siempre, Eduardo!
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