› Por Leonardo Favio
Quien nace cineasta viene con una urgencia: utilizar o fabricar imágenes para testimoniar la historia, transmitir el asombro, los sueños, la poesía. Esto no es nuevo, siempre fue así... el narrador que nos precedió, el más remoto, se ahonda en el misterio de los tiempos. Lo hizo Dios como herramienta para contar su obra, la creación, la vida.
Yo diría que la primera proyección la provocó la estela errante de una estrella y el primer narrador fue ese lejano padre que al verla transcurrir le transmitió el asombro de esa maravilla a su circunstancial compañero con un gesto, porque aún no se había afinado la palabra.
Pasado el tiempo hilvanó el sonido y le dijo estrella a la estrella y narró su caída, y al fuego, fuego y describió para asustarnos el infierno y suavizó el sonido y le narró la vida y le brotó algún canto y les contó de las flores, del amor y sus frutos. Día a día fue mejorando la técnica de la fascinación y el asombro y dijo: “Yo quiero que no se acabe el Hombre” y lo raspó en la piedra y pasaron los tiempos y trazó su aventura en las cuevas de Altamira, pero no le bastó, y con los siglos dibujó la palabra y la incrustó en la arcilla.
Es así como hoy permanecen nuestros remotos sueños y los dioses que fueron. Los imperios nacidos “para siempre” y que hoy son arena...
Ese es nuestro oficio... testimoniar el llanto, testimoniar la historia, cantarles a la pasión, a la poesía: ser memoria.
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