CULTURA › OPINIóN
› Por Gabriela Massuh *
En Madrid, hace menos de un mes, el querido y valorado editor Constantino Bértolo expresó, con la espontánea obligatoriedad que implica el marco de la presentación de un libro argentino, lo que pensaba acerca de la literatura rioplatense actual: ellos están cómodos allí, dijo, se mueven entre Borges y Aira aferrados a un canon que nosotros aquí, en España, no tenemos. Tal vez la cita no sea textual y ni siquiera haya sido intención del generoso Constantino decir lo que yo deduje y ahora pongo en palabras que vacilan de su legitimidad.
Dos factores me atraen, casi diría “me sobresaltan” de aquel juicio de Constantino. Por un lado, la ligera y aristocrática ironía que llevan implícitas esas palabras tomadas hoy al azar. Por el otro, la cuestión de la comodidad. Es como si con el instalarnos dentro de la conjunción Borges & Aira los argentinos hubiésemos sacado un pasaporte que nos habilita un certificado de madurez en el mercado internacional del libro en español. ¿Es así?
La dupla le ha puesto, quiérase o no, un límite al hecho de narrar. A partir de la concepción de Borges de que todo lenguaje dejó de ser un reflejo del mundo, para ser solamente “una cosa más agregada al mundo”, todo lo que se escribe es ficción porque el compromiso con la realidad es imposible desde la literatura. Aira, por su parte, retoma esa bomba de tiempo y, como si fuera un guante a recoger, le da una casi asfixiante vuelta de tuerca: como narrar es imposible, se genera una literatura propensa a la demostración de habilidades y de artilugios técnicos, bellamente escrita, dueña de sí misma, del dominio de sus medios y jactanciosa de sí; un maravilloso juego de abalorios que no refleja más que el rostro de quien escribe.
Si no malinterpreto las palabras de Constantino, la comodidad radicaría en una sensación de haber llegado, lo cual no deja de ser una actitud epigonal por excelencia: considerarse parte de una vanguardia que toma por revolucionario el hecho de dejar de contar, de dirigirse a un lector que no está iniciado en las leyes del juego. Un lector que el hecho literario tiende a expulsar, más que a seducir.
La ironía del juicio de Constantino conlleva una paradoja: toda literatura autofestejante es un coqueteo con su propia muerte y el cortejo de su fin, como pensaba Borges. La ironía radica en el desfasaje entre, ya no lo que es lícito contar, sino en lo que es lícito dejar de contar. ¿Cómo salir del solipsismo? Nadie puede negarle hoy genialidad a Borges, pero el problema ya no radica en sus precursores, sino en sus seguidores: querramos o no, para quitarnos la coraza impuesta por esa enorme revolución de la lengua, por ese desparpajo que erradicó por siempre a la metafísica como interpretación del mundo, que abdicó de creencias mitológicas e indecidoras, es necesario volver atrás. Así como en el tango no se puede ir más allá de Piazzolla, en literatura no se puede ir más allá de Borges sin volver a sus orígenes que es también hoy el nuestro: el afán de dar con la voz propia, la necesidad de hablar con la sencillez de los mayores y la inefable búsqueda de esa palabra que sea la inminencia de una revelación que, aunque no se produzca, sea capaz de conmovernos hasta los tuétanos.
* Escritora, autora de Desmonte y La omisión, entre otras novelas.
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