CULTURA › OPINIóN
› Por Jorge Monteleone *
Los poemas de aquellos modestos 300 ejemplares de Fervor de Buenos Aires que Borges publicó en 1923 eran muy distintos del libro que hoy leemos, con versiones mitigadas, corregidas o eliminadas de esos poemas. En el prólogo de aquel tiempo, el joven Borges escribía: “Sin miras a lo venidero ni añoranzas de lo que fue, mi verso quiere ensalzar la actual visión porteña, la sorpresa y la maravilla de los lugares que asumen mis caminatas. (…). Aquí se oculta la divinidad, habla mi verso para declarar el asombro de las calles endiosadas por la esperanza o el recuerdo”. Aquella visión de la urbe era la de una ciudad despoblada que tendría poco después su “fundación mitológica” en Palermo. La ciudad real de los inmigrantes y los conventillos, de las casas de alquiler y del ruido y el tráfago, era sustituida por un simulacro lateral, orillero, casi onírico. Aquella mentada visión era una mirada que percibía arboledas, calles indecisas, aldabas, patios claros, aljibes, esquinas hondas, suburbanos almacenes sin hombres en el instante crepuscular, rosa y oro, en que los objetos de deshacen bajo una luz temblorosa. Yo y ciudad se fusionan en cada caminata: la ciudad “entra en el alma” y las calles son “entrañables”. El mundo de Carriego es atravesado por el sujeto escindido de la vanguardia en los años veinte.
Ese crepúsculo inicial de la poesía de Borges hará un largo viaje hacia la noche. Hay pocos poemas escritos en veinte años, entre 1929 y 1958, mientras el hombre se vuelve ciego. Cuando publica El hacedor, de 1960 y luego el vasto El otro, el mismo, de 1964, el poeta ha mutado. Se reconoce en el espejo remoto de otro poeta ciego, Homero; retorna a los ritmos de la métrica y la rima: imagina que Lugones, ese poeta negado y escarnecido por el joven vanguardista de los años veinte, ahora aprueba alguna página. Pero aquel sujeto escindido se vuelve dual, doble, otro, memoria de sí. Uno se desplaza en un mundo impalpable, de ecos y galerías, donde acontecen vagas epifanías de lo sensible; el otro es un avatar de la memoria: se ve multiplicado por las abrumadoras enumeraciones –remedo de lo infinito–; el mundo se vuelve enciclopedia, catálogo, biblioteca; las voces de los otros se encarnan en un yo que es todo y nada: Ariosto, Joyce, De Quincey, Quevedo, Whitman, Spinoza, Browning, Poe. Hasta el último color que le queda al ciego, el amarillo, se vuelve El oro de los tigres (1972).
En cada uno de los tres últimos libros –Historia de la noche (1977), La cifra (1981) y Los conjurados (1985)– hay una inscripción destinada a una única mujer y una profesión de fe: “no pasa un día en que no estemos, por un instante, en el paraíso”. La memoria incesante no claudica pero ahora todas las imágenes del mundo pasan por el tacto o el rumor y la música. Todo se vuelve vagamente sensorial, como si se lo recordara en un momento íntimo de regreso a la prolijidad de lo real. Hay, también, una ilusión ética que confía, tal vez demasiado, en la razón. El penúltimo poema de la serie habla de los dos jóvenes, un inglés y un argentino, víctimas de la guerra de Malvinas; el último de un grupo de conjurados que se reúnen en Ginebra para disolver la discordia del mundo, “olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”. Allí, en Ginebra, donde dictaba esos últimos versos. Aquella lejana visión crepuscular de la poesía de Borges se volvió una historia de la noche y un elogio de la sombra.
* Escritor, crítico literario y traductor, autor de El fantasma de un nombre (poesía, imaginario, vida).
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