Miércoles, 22 de junio de 2016 | Hoy
LITERATURA
“Ahí en Camilo Aldao, mi pueblo, yo fui un niño soviético, sometido a la dictadura paterna. Mi única salida era la imaginación. Me escapaba todas las noches para ir a lo de unas viejitas vecinas que contaban historias espantosas. Según ellas no eran invenciones: “Esto es todo verídico”, decían. La luz mala, el Chupador de Sangre, el Cangrejo de Catorce Patas. “Al Dr. Fulano lo enterraron vivo. Se supo porque cuando lo desenterraron para reducción vieron que estaba todo arañado y dado vuelta”. Papá me había prohibido terminantemente estas salidas, porque decía que después yo no podía dormir. Tenía razón. Pero este era el precio que había que pagar. Podemos considerar al susto como el indispensable tratamiento de shock que te ayuda para que empieces a imaginar. En el siglo XIX todas las historias para niños eran espantosas: a los pibes les serruchaban las piernas para que fuesen juiciosos y estudiaran el piano, o los metían en grandes hornos para asarlos como si fueren lechónidas. Pinocho mismo, de Carlo Collodi, es un libro violento. El muñeco mata de un mazazo al grillo parlante (lloré como una Magdalena) y él no se salva de que lo quieran transformar en burro para venderlo. Las ilustraciones de este libro me hacían morir de miedo. La persecución nocturna de Pinocho (todo en blanco y negro), por parte de los dos ladrones (en realidad el Zorro y el Gato, disfrazados con bolsas de arpillera) no tenía para mí nada gracioso: unos bultos enormes y oscuros, de ojos brillantes, que perseguían al muñeco con intenciones de ahorcarle de la rama de una encina.
Yo estoy a favor de estos cuentos decimonónicos pues su objetivo era enseñarles a los niños que los monstruos son una realidad, de modo que pueden defenderse en el futuro cuando sean grandes. ¿No existen acaso los violadores, los asesinos seriales y otra gente encantadora?
Papá también me había prohibido leer a Edgar Allan Poe, de modo que lo frecuenté a escondidas. Los primeros cuentos que conocí de este autor fueron El caso del señor Valdemar, El barril de amontillado y El gato negro. Confieso que no me asustaron, pero en este último la crueldad del personaje para con sus mascotas y particularmente para con el gato me hizo llorar. ¿Cómo podía ser tan cruel al pedo? (…).
Hoy los escritores de cuentos para niños tratan de ser “amables”: nada de chicos abandonados en el bosque porque los mayores no tienen para alimentarlos; nada de padres ogros que obligan a sus hijas a calzar zuecos de hierro para “disciplinarlas”; nada de Hombre de la Bolsa que se lleva a los chicos para que sus nenas les coman los ojitos. Nada de nada. Pues esto me parece una tontería y un error. ¡Pero si lo que los niños quieren es asustarse! Lo que los niños quieren, en el fondo, es crecer. Tenían razón los autores del siglo XIX. Convendría repensar todo esto.
* Publicado en albertolaiseca. blogspot.com.ar, 2009.
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