TELEVISION
› Por J. G.
Contra lo anunciado, Isla flotante, el programa de Fernando Peña, no mostró una pizca del “humor de Peña”, según insistía reiteradamente el locutor en la previa. El debut del actor/locutor en Canal 7 (que promedió un rating de 1.3 punto) fue un paseo extrañado, por momentos lentificado, otras veces matizado con canzonettas italianas para agravar el melodrama kitsch, de la mano de Cristina, alias La Mega, su criatura radial menos engolada que lo habitual. Su itinerario melancólico por la Costanera/ el zoológico/ el telo, junto a su acompañante ocasional El Molleja, comenzó con Cristina confesando al puestero de choripán que cada vez que se acuesta con un hombre se enamora, y siguió con la tournée, interrumpida cada tanto por el autor desde su escritorio trazando –por ejemplo– la genealogía de la palabra travesti. Al borde del didactismo escolar, sentenció que “si querés que alguien te ame, no te enamores demasiado”.
En sus mejores momentos, los climas de un día en la vida de Cristina concretaron una atmósfera hipnótica: largas caminatas de la mano y en silencio, romanticismo exacerbado junto a la jaula de los monos, accesos de timidez de la travesti mirando al piso, chapoteo en el jacuzzi o intimidad en el telo con ella encima de él y la cámara empalagada en sus mohínes. El talento probado de Peña afloró en la construcción de una vida de travesti apartada del lugar común de la prostitución o las plumas, y más cercana a la figura de la quinceañera que se lamenta porque ellos “sólo piensan en eso” o que repite, defraudada, la frase “otra vez el mismo tango”. Por primera vez, en Isla flotante (que en sucesivos episodios recreará conflictos y rutinas de otras criaturas de Peña), la TV espió la vida sexual de una travesti, cabalgándole al tipo o mimándose con él en el jaccuzzi, en secuencia poco efectista. Todo ocurrió en el tono moroso del fisgoneo de un reality show más que en el respeto de núcleos de narración, dejando afuera los matices de la relación con el criterio atípico de hacer primar la generalización al caso. “Otra vez el mismo tango”, siguió repitiendo La Mega.
Por fuera de todos los pronósticos, la historia de la travesti fue una novela rosa sin comicidad ni escándalo, saturada –eso sí– de interpretación. Y así fue que cada tanto, la travesti Cristina dio paso al momento estelar del Peña autor/profesor, alternando la narración con sus señalamientos que consistieron en una educación sentimental para principiantes hecha de juegos con muñequitos o cuadros sinópticos. En ese espacio, detrás de la trama, las acotaciones no enriquecieron la historia, y Peña se despachó alardeando de su método (obsesivo del uso del diccionario, cuidadoso de cada palabra, piadoso con su criatura al grito de “¡Que baile!”). Añadió, como si hiciera falta dotar de interés a lo narrado, que “podrías ser vos, vos, o aquél...”.
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