OPINION
› Por Martín Becerra *
Un sociólogo amigo ironiza sobre la falta de apego a las normas y la correspondiente tendencia a la anomia de la sociedad argentina: “Cuando veo que los coches se detienen ante un semáforo en rojo, me emociono”. Aplicando su razonamiento a los cambios de horarios de la TV argentina, podríamos emocionarnos cuando un canal cumple con la hora de inicio de un programa o cuando respeta la regulación sobre pauta publicitaria. Pero, bromas aparte, lo que devela el aquelarre de horarios en la TV local merece una mayor reflexión.
Los argentinos miramos TV, en promedio, cuatro horas diarias. Para comprender su importancia social, basta recordar que la Ley Federal de Educación vigente (y el proyecto de nueva ley nacional educativa no promueve cambios en este aspecto) establece como jornada escolar para los chicos... cuatro horas diarias. El Estado asume que la educación es fundamental y por eso regula los contenidos educativos de los diferentes niveles de enseñanza, pero no hace lo mismo con las cuatro horas televisivas que consumimos a diario. Esas cuatro horas, cada día, conforman y performan el capital cultural y simbólico de nuestra sociedad, tanto en un establecimiento educativo como en la más informal exposición a la TV.
Entonces, la gravedad del incumplimiento de la grilla de horarios que ya es costumbre de los dos principales canales de TV abierta no radica –como se ha difundido– en la falta de respeto a los conductores de los ciclos o series de la propia emisora que deben mudar de horas y de días según plazca a sus directivos. No es, así, Mario Pergolini la víctima principal de la batalla de los horarios, sino la audiencia. Son los usuarios del servicio los verdaderos perjudicados por esta TV tan “competitiva”.
La TV es un servicio que ha sido concesionado para su gestión por parte de los actuales prestadores, quienes sólo de modo contingente y temporalmente están a cargo de brindarlo en las mejores condiciones, con apego a la normativa y, sobre todo, respetando los derechos de los usuarios del servicio. Creo que este aspecto ha sido omitido del debate hasta ahora, como si la cuestión se redujera frívolamente a una guerra por el oráculo del rating.
Si bien la normativa vigente es obsoleta y retrógrada (la Ley de Radiodifusión 22.285 decretada en la última dictadura militar data de 1980), y aunque es verdad que no hay reglamentación expresa que habilite al Comfer a disponer multas a los prestadores del servicio televisivo por la transgresión de los horarios que ellos mismos comunican a la sociedad, no es menos cierto que en los pliegos de la licitación por la que se otorgaron en concesión las licencias televisivas hay compromisos explícitos de respeto a la audiencia. Y que sobran ejemplos mundiales en los que el Estado obliga a los licenciatarios del servicio televisivo a considerar su compromiso con la audiencia como parte inalienable del contrato mismo de concesión.
Hace diez días los directivos de los canales de aire se reunieron con el Comfer y prometieron reparar el maltrato hacia los destinatarios del servicio televisivo: hoy se ven los frutos de ese compromiso marchito. Esto nos conduce a la broma del comienzo: en la Argentina no hay lugar para la sedicente “autorregulación” (como lo demuestran dramáticamente las tragedias en las rutas protagonizadas por choferes de empresas de micros que “autorregulan” la extensión de las jornadas laborales provocando la extenuación física de sus empleados). La “autorregulación” responsable debería emocionarnos como un hecho sobrenatural, sencillamente porque no hay casi ejemplos de ella.
Pero esta conclusión, de carácter general, reviste importancia cuando se trata de servicios que, con gestión pública o privada, tienen como destinataria a toda la sociedad. Más en este caso, cuando el medio es parte de la cotidiana construcción de capital cultural y simbólico en el país. Si los gestores ocasionales de estos servicios no pueden, no saben o no quieren autorregularse con buena voluntad, en lugar de apelar a la ley “como último recurso”, como dijo el interventor del Comfer, Julio Bárbaro, el Estado debería comenzar por aplicar la ley para que la voluntad tenga un marco coherente y responsable de referencia. Para que ese dinámico espejo en el que se mira muchas horas al día la sociedad pueda superar la anomia.
* Profesor e investigador, Universidad Nacional de Quilmes y Conicet.
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