Martes, 10 de octubre de 2006 | Hoy
LITERATURA › OPINION
Por Juan Sasturain
Cuenta la leyenda literaria que el joven periodista, crítico de cine y narrador casi secreto Antonio Di Benedetto escribió Zama en un mes. El también lo ha contado, prolijamente. Tenía treinta y tres años, trabajaba en Los Andes de su Mendoza natal y estaba de vacaciones en Córdoba. Se puso, y prácticamente la liquidó tecleando durante dieciocho días en “una casa vacía”. Con una semana larga más, ya de vuelta en el diario y robándole tiempo y escritorio al laburo –como su personaje Manuel Fernández–, la terminó. Zama se publicó a los pocos meses en una editorial chica que sacaba nuevos narradores, en general provincianos: Doble P. Era en 1956 y ya hace medio siglo de eso. Por esos meses/años también publicaban buenas primeras o primerizas novelas los jóvenes o maduros David Viñas, Marco Denevi, Andrés Rivera, Beatriz Guido, Enrique Wernicke y algún otro pronto reconocible. Sin embargo, los relatos más poderosos que el tiempo ha decantado para el momento, y los debutantes, son tres textos que, cada uno a su manera, resultaban marginales y prácticamente “invisibles” para el sistema narrativo vigente: Operación Masacre de Walsh, El Eternauta de Oesterheld y este increíble, extemporáneo Zama. Que no se parece a nada. El monólogo de un funcionario colonial anclado en una entrevista Asunción que, víctima de la espera –-como el coronel de García Márquez o el protagonista de El pozo– termina hundido en la degradación, el sinsentido o, mejor, en su trágico “destino sudamericano”, rompe con todas las expectativas de una supuesta novela “histórica” o “regionalista” para establecer un cruce inédito de esos clichés con ciertas formas contemporáneas –la novela existencialista, de El extranjero a La náusea, por ejemplo– pero sin rastro de modelo alguno, sin “traducir” conflictos filosóficos en ficción. Bastan la invención prodigiosa y el rigor del estilo para hacer de Diego de Zama un trágico destino universal.
Como explicó alguna vez Bioy para describir el estilo de La invención de Morel, la aparente simplicidad y las frases cortas de Zama fueron, según Di Benedetto, una manera de no complicarse, hacerla corta, correr menos riesgos de errarle al escribir apurado. Parece chiste. La (modesta) explicación, digo. Porque como ha dicho Saer, que lo leyó bien desde siempre, que le dio lugar a la novela en el podio americano y universal antes que otros, hay en su escritura un sello tan flagrante como el borgeano, una manera Di Benedetto reconocible en pocas líneas. Y esa marca se hace huella en y a partir de Zama. La lengua construida, imaginada para contar una historia alevosamente fechada, es un coloquial elíptico, ascético pero condensado de alusiones, a saludable contrapelo del “torrencial” americano. El camino de Rulfo y de Felisberto Hernández, dos referencias que ponen a Di Benedetto en un lugar que no le queda chico.
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