Mié 22.11.2006
espectaculos

CINE

Con un cierto aire a despedida

› Por Luciano Monteagudo

Un viejo teatro de provincia se prepara para la última función. En la sala, unos pocos fieles siguen en las sombras los incipientes movimientos en el escenario. Pero la audiencia no está mayoritariamente allí, sino supuestamente “en el éter”, a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos: es la despedida de A Prairie Home Companion, que supo ser uno de los programas de radio más populares del país, con su invocación a la música country y al espíritu de los pioneros. Esa atmósfera íntima y melancólica es la que eligió Robert Altman para su última película, con la que a los 81 años se presentó en febrero pasado en la competencia de la Berlinale. La edad, sin embargo, limó bastante las garras del viejo león. Si en Nashville, uno de sus films más celebrados, se había permitido una mirada vitriólica sobre el mundo de la música country, sus estrellas y sus mitos, en A Prairie Home Companion –el film lleva el título del programa de radio, que sigue existiendo en la realidad– propone en cambio una aproximación más cálida y comprensiva hacia ese ambiente y sus personajes. A diferencia de su cine anterior, que se caracterizaba por un espíritu corrosivo, hay mucha nostalgia en la película final de Altman y eso quizá se deba a que se trata de un proyecto realizado junto a Garrison Keillor, creador y protagonista del show, que aquí no resigna ese lugar en el centro de la escena.

Para acompañarlo, Altman lo rodeó de un buen número de famosos, empezando por Meryl Streep. Junto a Lily Tomlin (sobreviviente de Nashville), Streep compone un dúo de intérpretes de canciones rancheras, que compite con una pareja masculina, integrada por Woody Harrelson y John C. Reilly, cowboys con guitarras. El empresario insensible dispuesto a cancelar el contrato del programa es Tommy Lee Jones, y Kevin Kline compone un anacrónico detective estilo Philip Marlowe, que ronda por el teatro en busca de una femme fatale (Virginia Madsen), más bien un ángel guardián de impermeable blanco, escapado quizás de Las alas del deseo, de Wim Wenders. En verdad, todo es bastante anacrónico en el film de Altman. Ni siquiera la estructura coral, tan consustancial a su cine, tiene aquí un brillo particular, opacada por una sucesión de canciones y chistes que harán las delicias de los oyentes del Medio Oeste norteamericano. Pero el fantasma de la muerte está presente en todo el film, como si Altman hubiera presentido que se trataba, también, de su último show.

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