Mar 26.12.2006
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MUSICA › OPINION

Los zapatos del demonio

› Por Eduardo Fabregat

El público argentino conoció al Padrino del soul en el otoño de su carrera, pero eso no impidió el deslumbramiento frente a la leyenda. El primer show, en 1997, contó con una complicación inesperada. Reabierto pocos días antes tras una refacción general, el Estadio Obras cumplió a la perfección con las normas de insonorización que reclamaban los vecinos, pero al precio de convertirse en un infierno en el que había que manotear oxígeno de donde se pudiera: se hizo difícil disfrutar lo que llegaba del escenario en semejante caldera.

Dos años después, el Luna Park ofreció la revancha... una revancha que también tuvo sus matices. Aquellas noches de septiembre del ’99, el moreno de pelo batido y vestimenta rojo infernal comandó una banda que incluía tres bajistas, dos guitarristas, dos tecladistas, un percusionista, dos saxofonistas (uno de ellos tan gigante, que el instrumento parecía un juguete en sus manos), un trompetista, cinco coristas, tres bailarinas, dos cantantes y un par de presentadores dedicados a arengar al público y portar las capas del jefe. Esa vez, la arenga fue necesaria: en un show de dos horas, el hombre más trabajador hizo poco honor al mote y anduvo por el escenario sólo una hora, dejándole el resto a un show con estructura Las Vegas, lleno de numeritos de la banda de apoyo y apariciones como la de Tammy Ray, una platinada “directo de Nevada”, con un vestido azul eléctrico y “I can’t turn you loose” como arma para levantar al auditorio, que ya empezaba a preguntarse si Brown saldría a escena alguna vez.

Y el Padrino salió, y fue como si borrara de un plumazo todas las presunciones de choreo. Pocas veces se vieron en estas tierras una banda que manejara tan a la perfección los códigos de la música negra –el otro ejemplo obvio fue Prince, en 1991– y un director de orquesta de semejante porte. A los 66, y pese a una garganta ya bastante baqueteada, James Brown dio lecciones de soul, funk, blues, rhythm’n’blues, gospel, jazz y todo lo que llega del poderoso tronco africano: capaz de lanzar en velocidad y luego hacer frenar a la banda en una baldosa con solo un gesto, capaz también de fulminar con la mirada a uno de los guitarristas por quedar pegado nada menos que en “Soul man”, y certificar así el rumor que habla de las fuertes multas que imponía a sus músicos por desafinar o quedar fuera de tempo, James Brown demostró sobradamente la legitimidad de sus pergaminos. Logró hacer su teatral caída de rodillas sin necesidad de llamar al médico, pegó los aullidos que había que pegar y deslizó los susurros que había que deslizar, dio el gusto que todos esperaban con “I got you (I feel good)”, “It’s a man’s man’s man’s world” y “Get up I feel like being a sex machine”, transpiró lo suficiente y dejó el terreno preparado para una tercera visita, nuevamente en el Luna. Aun en el otoño, fue un placer ver a ese demonio de la escena en vivo y en directo, dejarse llevar por la misma irracionalidad que ganaba a los blanquitos irlandeses de The Commitments y decir como si nada, dominados por una pasión irresistible, “I’m black and I’m proud”. El trono del soul quedó vacante. Será difícil encontrar a alguien que pueda calzarse esos zapatos.

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