Lunes, 8 de enero de 2007 | Hoy
LITERATURA › OPINION
Por Osvaldo Bossi
Acaso publicar un libro nos dé la ilusión de haber alcanzado cierto “objeto definitivo”. O al menos, transitoriamente, el movimiento del texto sobre la página dejó de obsesionarnos y pasó a adquirir un repentino grado de estabilidad. Aparente, como ya dije. Mientras el autor viva, cualquier detalle puede ser modificado, cualquier “error” puede ser enmendado a tiempo. De ahí que todo libro sea, en cierta forma, un “objeto inconcluso”. Y no sólo en términos de producción sino también de lectura. Cuando Yaki Setton me propuso reunir en un pequeño volumen los textos que ahora componen El muchacho de los helados y otros poemas, sentí que de algún modo esta sensación de “grieta” se confirmaba, y acepté enseguida. E incluso, que al tomar el toro por las astas, su proyecto editorial se proponía ir más lejos aún, cristalizando, no tanto la supremacía del autor sobre su propia obra, como la urgencia de esos “borradores” por alcanzar, siquiera precariamente, alguna clase de certidumbre.
Lo cierto es que del libro original quedaron varios poemas afuera. Sin embargo, no creo que esta pérdida hiciera alguna mella en los resultados. Y si lo hiciera, no es tampoco un problema tan grave, o que no se pueda solucionar. Además, queda la posibilidad de una última paradoja: que el libro terminado jamás se publique. En tal caso, El muchacho de los helados... se convertiría en el libro que “es” y en el libro que “no pudo ser” al mismo tiempo. Temo que no hay escapatoria. Al escribir, uno debe enfrentarse en algún momento –le guste o no– con esta suerte de invencibles fantasmas: la imperfección y la incompletud. En mi caso, para soslayarlo, suelo recordar aquella frase de Bonnefoy, que todos conocen: “La imperfección es la cima”. Entonces mi narcisismo se “tranquiliza” y suelta el libro en algún momento...
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