OPINION
› Por Caloi *
Al Negro Olmedo recuerdo haberlo visto más o menos en tres o cuatro oportunidades. En la primera, creo que festejábamos un cumpleaños de Alberto Cortez, en Fechoría. Cuando ya se levantaba una larguísima mesa, Olmedo dijo desde la cabecera: “Voy a tirar de la punta de este mantel, voy a retirarlo rápidamente y todas estas cosas que hay aquí van a quedar sobre la mesa...”. Las copas, los vasos, las botellas, cayeron estrepitosamente en mil pedazos. “Me falló otra vez”, dijo. Otra vez, al saludarlo después de una función en Michelángelo, se me sentó un rato en las rodillas y jugó a “Chirolita”. Pero la más medulosa fue cuando compartimos una cena; yo insistí para que me diera alguna pista, algo así como una definición, de lo que para él era el humor popular. Eludiendo deliberadamente cualquier parecido a un ensayo erudito y con algo de escatología, como corresponde, me contó: “Mirá, una vez, en una obra de teatro, yo hacía un personaje que iba a cagar en un pozo. Me bajaba los pantalones, me ponía en cuclillas e inmediatamente me retiraba un momento. Yo noté que media sala se reía de eso. Y la otra mitad, no. Claro, los que no se reían eran los que nunca habían cagado en un pozo. Los otros, en cambio, sabían que cuando uno larga el primer sorete tiene que correrse, porque enseguida viene la salpicada”. Olmedo dixit. ¡Chapeau!
* De la muestra itinerante Olmedo, 50 años en escena.
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