Mar 06.03.2007
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LITERATURA › OPINION

Gabo a los veinte

› Por Juan Sasturain

Por lo que me acuerdo, lo primero que leí de García Márquez fue La hojarasca en una edición uruguaya –¿de Arca, elegido por Angel Rama?– con una tapa horrible: un yaguareté asomado en un hueco de la selva tropical. El colombiano no estaba aún editado en la Argentina. Sería en el ’65 –ese año cumplí veinte y los compañeros me regalaron la reciente Rayuela–, era estudiante de segundo año de Letras en la UBA y padecía una carrera con pretensión de moderna que, sobre un total de 24 materias, sólo incluía tres de Literatura Argentina y/o Iberoamericana: dos y una o una y dos, opcionales. Eso era todo. Puteábamos, nos movilizábamos –no sólo por eso, claro–, pero el vetusto Julio Caillet-Bois, titular cristalizado de la disciplina, selectivo sectario capaz de omitir a Tuñón y a Olivari en una antología de Eudeba, y su increíble adjunto y embalsamador literario Martín Noel trataban de persuadirnos de que más acá del Modernismo y el divino Rubén nada valía la pena de entrar en los programas de estudio. Un asco.

Por eso, leímos a García Márquez por afuera de la facultad –como al emergente Vargas Llosa y a los veteranos tapados Onetti, Carpentier y Rulfo, mientras no había llegado aún la hora de Felisberto– y cuando poco después se produjo la operación comercial que incluyó el anticipo de Cien años de soledad en la revista literaria de tapa a rayas Mundo Nuevo, que dirigía el uruguayo Emir Rodríguez Monegal, nos encontró listos para comprar y disfrutar las aventuras de Macondo. Y así fue.

Sudamericana y Primera Plana pusieron el libro y el empujón del reconocimiento, y entre todos contribuimos a agotar la primera edición del futuro clásico –no la de la tapa con las etiquetitas sino la del barco sobre fondo azul– en pocas semanas. Nos deslumbró. Sucesivamente, y a la sombra del éxito de la saga de los Aurelianos, las Amarantas y las Ursulas, leímos en la colección Indice –una de bolsillo que se le animó a La ciudad y los perros y a reeditar La vida breve con una letrita así– todo el García Márquez existente, por fin en Buenos Aires: los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande con personajes inolvidables como el Dámaso que se afanó las bolas del billar del bar en “En este pueblo no hay ladrones”; otra novela, La mala hora, y una obra maestra, El coronel no tiene quién le escriba, la perfección absoluta de ese primer estilo más contenido, sin excesos de maravilla y tropicalismo, con aquella última réplica orgullosa, inolvidable ante la pregunta de qué comerían: “Mierda”.

Había que escribir muy bien para terminarla así. Y eso que el autor no era, todavía, Gabriel García Márquez. Acaso pudo por eso.

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