–¿Cómo recuerda su breve temporada en Hollywood, 23 años después de la candidatura de Camila al Oscar?

–La película extranjera es de las que más atracción tiene durante las proyecciones de la entrega de los Oscar. Estaba con el diseñador Eugenio Zanetti, esperando en una barra de restaurante, quejándonos de no tener auto, viéndolas bajar con plumas y peinados. Nos empezamos a reír, olvidándonos que salían de ver Camila; venían todos llorando a saludarnos. Todos querían trabajar conmigo, me preguntaban quién era la directora. Venían las mujeres y elogiaban que yo oliera a jabón. Yo a cara lavada, con mi flequillo de siempre.

–¿Pensó en quedarse?

–Si hubiera querido, me podría haber quedado en la casa de Miles Davis, de cualquiera. Eugenio Zanetti se quedó, triunfó, pero él tenía una meta. Mi perfil es: yo voy, la paso bien, pero soy una persona que puede transitar todo eso y a la vez ver que no tenía ganas de vivir así. Yo no desprecio, pero a mí me gusta estar acá. Me han propuesto cosas, que no eran interesantes. Pero ¿por qué tienen que preguntar por qué hago una novela y no me quedé en Hollywood? Yo nunca fui segura de mí misma; para mí era normal estar ahí en zapatillas.

–¿Dónde se siente más cómoda?

–Para la gente yo era de Cuba. Tenía más que ver con mi naturaleza: ahí soy yo, me siento yo misma. He ido todos los años, desde el ’85. Yo tengo mi tránsito libre, como si estuviera en casa. Tengo la experiencia con la gente, no solamente a nivel oficial. Hicimos un camino por toda la isla con Mignogna, para hacer la miniserie Stop Cuba. En Cuba, los chicos se llamaban Camilo, y las chicas, Camila. Cuando se estrenó Roma, había colas interminables frente a los cines. Un hombre se paró desde su butaca después de la proyección, y luego de aplaudirme me reprochó: “Lograste que todas las niñas de Cuba se llamaran Camila, y ahora harás que se llamen Roma”.