Mi cabeza estaba tan dispersa que me parecía imposible concentrar la atención en lo mismo más de media hora. En ese momento tuve la ocurrencia de que debía ser una gran oportunidad para empezar a leer poesía, un género que siempre me había despertado curiosidad porque no me decía absolutamente nada. Su economía de expresión me resultó de pronto luminosa y esperanzadora. Salí disparado hacía una pequeña librería de libros viejos que me había gustado al pasar caminando. Pregunté si tenían poesía de Novalis. El empleado fue a buscar, y el hombre canoso que estaba más atrás me observó con agudeza y me extendió la mano. Se llamaba Dante y era el dueño. Señalando la tapa de una vieja edición de Granos de polen, me sugirió que empezara por ese libro de fragmentos de Novalis... Dialogamos un poco sobre los fragmentos y me percaté de que me hallaba frente a un entendido en romanticismo alemán, y en mucho más que eso, aun cuando él, con elegancia y sincera humildad, respondió a mis cumplidos definiéndose como un “recién llegado”.

Le pedí que me recomendara algunos títulos. Esbozó una sonrisa. Mientras nos desplazábamos hacia el sector de poesía, evocó ciertas obras con tanta firmeza y entusiasmo que parecía imposible dudar de su valor. Era un orador fabuloso, pero no por su afán de persuasión sino por las emociones que traslucían sus frases. Lo interrumpí con una larga pregunta. Suspiró y me contestó que un verso tal vez fuera la corporización de un instante interior, y que en todos los poemas que le gustan late una aspiración a la autonomía de la música... Reconocí no tener la más mínima noción de lírica. “Eso no es problema –afirmó–. Al poema se llega tanteando en la penumbra. Imagine que va por una selva oscura, dejándose guiar por una luz lejana, tal vez una estrella, a la que se acerca sin alcanzarla. Hay que mirar atentamente. Cuanto más poético, más verdadero.”

** Fragmento de Magic Resort (Emecé).