LA INFLUENCIA DE PINTER EN LA ARGENTINA
Los textos resignificados en este rincón del mundo
Por Hilda Cabrera
Aun cuando Harold Pinter haya dicho de sí que no posee la inventiva de un Bertolt Brecht y que sus personajes suelen quedar “atascados” en una situación, su influencia en el teatro del mundo es de las más perturbadoras. Lo ha sido y sigue siendo también en la escena argentina, donde sus piezas atrapan a prestigiosos y principiantes. La utilización de un lenguaje cotidiano incisivo –aun en los raptos de incoherencia de sus personajes (Aston en El cuidador)– y la irrupción de lo misterioso en situaciones aparentemente anodinas constituyen rasgos centrales en las primeras obras de este autor que dio nuevo aire al teatro inglés de la década del ’60. La intriga supone la inclusión de lo absurdo y el horror, libres de cualquier apunte psicologista. En su pionera La habitación, de 1957, se advierten tonalidades del teatro de Samuel Beckett y de los relatos de Franz Kafka, cualidades que, desmentidas o no, resultan significativas para los teatristas argentinos, apasionados cultores del escritor irlandés y el creador de El proceso. El simbolismo de los espacios cerrados es notorio en una pieza inaugural como El montaplatos (1960), recientemente escenificada en El Kafka y Calibán (la sala de Norman Briski). Lo distintivo es allí la sensación de amenaza y la incertidumbre de la procedencia de ésta. ¿Quiénes destruyen? Los asesinos a sueldo que esperan en un sótano la llegada de su víctima o el dueño de la voz que ordena a través de un tubo acústico, presagiando otro tipo de invasión. Pinter introduce individuos siniestros, enviados por no se sabe quién. Sucede en Un leve dolor, que condujo últimamente Alfredo Martín en El Camarín de las Musas.
El dramaturgo vapulea el conformismo y la mediocridad retratando con desgarrado humor situaciones de extrema fragilidad como ésa de la frustración por la que atraviesa la pareja Eduardo y Flora –usurpados en su territorio por un intruso vendedor de fósforos– y otras de violencia y locura como la que atraviesan los desclasados de El cuidador, obra que se vio en el 2003 en El Doble, según una puesta de Lorenzo Quinteros. Este actor y director concretó luego el montaje de Viejos tiempos. El pasado atraviesa a los personajes sumergiéndolos en una pesadilla teñida de oscuro humor y en un espacio convertido en trampa. En estas obras la violencia surge de la reconstrucción del pasado y la impostura del presente.
Las relaciones se degradan en historias que transparentan algún descalabro emocional o una incomunicación casi genética. Los personajes de Pinter resultan mezquinos y quizás por eso temerosos de una intromisión. Incapaces de abandonar el aislamiento (o encierro), lo estropean todo, actuando de manera insensata. Sucede en La colección (1962), La fiesta de cumpleaños (1958) y El amante (1963), otra pieza de interés por el peculiar manejo del tiempo y hoy en cartel dirigida por Miguel Guerberof. Los silencios y “vacíos” de sus obras producen tanto vértigo como las palabras, reveladoras cuando se trata de explotar al máximo secuencias en las que sus personajes desean, aun en detrimento propio, permanecer en la incertidumbre.
La ambigüedad en Pinter no significa falta de crudeza cuando señala la parálisis frente a los conflictos de poder. Este es otro de los aspectos que probablemente atrapó a directores fundamentales, como, entre otros, Leopoldo Torre Nilsson, quien concretó en 1967 una versión de La vuelta al hogar. Censurada entonces por una comisión municipal que la tildó de “repulsiva a la sensibilidad”, la obra fue repuesta en 1972, dirigida nuevamente por Torre Nilsson, con Osvaldo Terranova, Héctor Alterio, Sergio Renán y Cipe Lincovsky. Pinter sedujo a muchos más: al director Hugo Urquijo (Viejos tiempos, en 1980); Jorge Hacker, (Traición en 1992); Raúl Serrano (El amante); Rafael Spregelburd (Traición y varias más) y Rubén Szuchmacher, quien estrenó Polvo eres (traducida por Carlos Fuentes), con Ingrid Pelicori y Horacio Peña, protagonistas apasionados y perplejos de una historia amorosa en una etapa de deterioro.
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