Domingo, 26 de agosto de 2007 | Hoy
Fue para mí un impacto leer mi primer libro de David Viñas. Lo confieso, soy sincero; estamos hablando de casi cincuenta años atrás; no recuerdo de si era “Dar la cara” o “Cayó sobre su rostro”. Pero en ese libro los personajes hablaban como Berto, mi Viejo, y como los amigos de mi Viejo. Se jodían entre ellos y puteaban como yo escuchaba hacerlo a mi Viejo con sus amigos en el Club Huracán y tantos otros clubes de Rosario a los que lo acompañé en su campaña como Director Técnico de básquet de Sportivo América. Descubrí, entonces, a través del libro de Viñas, que eso era posible, que se podía escribir algo que reflejara fielmente una forma de hablar y de comportarse totalmente nuestra y alejada de modismos hispanos. Y no sólo eso, supe que yo, como lector, me sentía junto a esos personajes de Viñas, más integrado, más involucrado en las conversaciones y en la historia, de la misma forma en que me sentía integrado, naturalmente, en mi casa o en el club junto a mi viejo.
No fue aquello para mí un dato menor. Comencé, de ahí en más, a tratar de percibir las cosas que, por estar delante de nuestros ojos, por familiares o próximas, no vemos. A prestar el oído a las palabras que, por cotidianas y poco épicas, no escuchamos. Advertí, a través de Viñas, que mirando alrededor podemos detectar historias tan dignas de ser contadas como aquellas que transcurren en Londres, Samarcanda o Atenas. Tal vez por lo mismo, cierto tiempo después empecé a narrar situaciones que yo había vivido o vivía jugando al fútbol, o como espectador en la cancha de Central o con los muchachos hablando pavadas en La mesa de los Galanes, en el bar El Cairo.
Suena a irrespetuoso reducir, en mi caso, toda la obra de un intelectual prolífico, sólido y combativo como David Viñas, a la referencia personal de lo que me aportaron sus personajes de “Cayó sobre su rostro”, “Dar la cara” o más tarde “Hombres de a caballo”, haciéndome escuchar un idioma argentino al que yo, por haberlo escuchado desde la cuna, no le prestaba atención. Pero ahora pienso que recordar esto es saldar, aunque sea en un pequeño porcentaje, una deuda de gratitud hacia David Viñas, que viene de lejos.
Fragmento del prólogo que, poco tiempo antes de morir, Roberto Fontanarrosa escribió para la reedición de Las malas costumbres.
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