Jue 13.09.2007
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MUSICA › OPINION

El poder de la música

› Por Eduardo Fabregat

Fue, sin dudas, una noche inolvidable. Pero no solo por aquello que asoma a la superficie, por esa irrefrenable catarsis que siempre despierta “De igual a igual”, el momento mágico de “Todos los días un poco” –quizás una de las canciones más bellas en la garganta de Gieco, y tiene muchas–, por esa presencia de pañuelos blancos en las primeras filas, o por la emoción de quienes hacen este diario frente al homenaje fílmico que dio cuenta de veinte años de historia periodística, política y social, pero también de parte de la vida de quienes construyen Página/12 día a día. La noche en que el festejo por el aniversario tomó forma de ceremonia multitudinaria en el Luna Park dejó también sensaciones y pensamientos menos evidentes, que se van haciendo más conscientes a medida que baja la adrenalina, pasan los estribillos y los brindis y las cosas toman perspectiva.

Suele hablarse, escribirse y filosofarse alrededor del poder de la música, utilizado con las mejores o las peores intenciones. Pero el segmento inicial del concierto sirvió para exhibir ese poder sin relativización posible. El Mundo Alas no fue un mero gesto de corrección política, ese lugar común de “soy bueno y ayudo a los discapacitados”: sí, León tiene el mérito de juntar a esas almas golpeadas por el dolor físico, darles un espacio material y espiritual. Pero a partir de allí es la música la que obra el milagro. Solo una mirada obtusa puede conformarse con concluir “mirá qué bien, a pesar de todo pueden tararear una canción”. A medida que Gieco les pasaba el protagonismo a los pibes, ellos brillaban con luz propia, cantaban, tocaban, pintaban o bailaban con pasión y sentido estético. Allí no había “un grupo de discapacitados”: había un grupo de artistas.

Por eso, también, todo en el universo Gieco tiene coherencia. Porque la música sirvió también para recordar a otras almas sensibles, otros que quisieron abrirles la puerta a los menos favorecidos, gente como el Padre Mugica y Claudio Lepratti, el Pocho Hormiga, el ángel de la bicicleta asesinado por las bestias de uniforme. Bajen las armas, que aquí solo hay pibes comiendo, dice el estribillo, y la noche se terminaba y todo el Luna, a pesar de ese nudo en la garganta imposible de destrabar, no podía dejar de cantarlo.

El programa que se regaló el martes al público, un recuento de notas especialmente significativas sobre Gieco en el diario, sirvió para comprobar la “resistencia al archivo” de León: a diferencia de tanto personajote que se contradice y traiciona cada dos pasos, sus convicciones, sus lealtades, no se han alterado con el tiempo. A pesar de tanta señal en contrario, no pierde las esperanzas de un país más justo. Será que cuenta con la música, esa otra arma cargada de futuro.

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