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Martes, 2 de octubre de 2007

LITERATURA

Textual

A Marina, y no era una excepción, le gustaba todo lo que tuviera que ver con la comida: mirarla, olerla, tocarla, hablar de ella. Pronto descubrió que delante de Herminia no tenía que mencionar nada relacionado con la cuestión. Herminia, con sus gestos un poco bruscos, era una persona dulce y ocurrente, que mantenía con extrema rigidez las reglas del establecimiento. Se había convertido en una especie de monja laica, y recitaba el reglamento como si fuera el rosario. Como los demás Recuperados, era más exigente que las Tutoras, aunque no tuviera tanto poder. Todos los que habían adelgazado más de treinta o cuarenta kilos se convertían de algún modo en fanáticos y eso no era malo, el fundamentalismo salvaba de la tentación. Pronto saldrían a la calle, al mundo salvaje y colmado de locura, tenían miedo.

En cambio, cuando Herminia no estaba en la barraca o cuando salían a caminar juntas por el predio, Marina y Denise hablaban de comida sin parar, con alegría, como náufragos sin esperanza de rescate. Denise era muy gourmet, hablar con ella de comida era un placer que llenaba la boca de saliva y el alma de expectación. No en vano trabajaba en una biblioteca: como un personaje de Fahrenheit 451, se sabía de memoria muchos pasajes de libros famosos que tenían que ver con la comida. A cada uno de los horrores que les leían durante el almuerzo y la cena (generalmente asociados con situaciones de descontrol), ella tenía para oponer (pero sólo lo hacía en privado) alguna prohibidísima página de Gargantúa y Pantagruel.

Fragmento de El peso de la tentación (Emecé).

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