DISCURSO DE UN ACADEMICO NO CONVENCIONAL
› Por Fernando Fernan Gomez *
Inicié yo mis trabajos siendo modesto servidor de la palabra, con vocación de servirla aún más, de no cesar nunca en su servicio, de utilizarla en mis trabajos, en mis ocios, en mis defensas, en mis conquistas.
Entendía que no sólo la palabra era mía, sino que, como en arriesgada relación amorosa, era yo de ella, pertenencia de ella, porque sin poder ser yo expresado por las palabras de otros, ¿habría constancia de mi existencia?
Con la generosidad de que habéis dado muestra al aceptarme entre vosotros –y ¿cómo voy a recordaros, sin sentir rubor, que el germen de la palabra generosidad está en gen y que, a sabiendas, me habéis aceptado como persona de vuestra alcurnia?–, con la generosidad, digo, de que habéis dado muestra al admitirme entre vosotros, oficiantes de este culto, me impulsáis a creer que mi viejísima, por haberla sentido de muy joven, vocación no era del todo equivocada.
Bien sé que no vengo aquí exclusivamente por mí mismo –y mucho menos por mis méritos–, sino también en representación de dos mundos cuyos habitantes pueden considerarse hasta cierto punto gemelos, aunque no tanto como univitelinos: el del cine y el del teatro. (...)
¿Cuál es el episodio más significativo de la aventura de la palabra en el siglo XX a partir de la divulgación de los espectáculos televisivos? La introducción en los hogares.
Ha entrado en casa, con la imagen, la palabra ajena. Y también la palabra escrita. La palabra escrita para ser escuchada después. Pero han entrado también, con una y otra denominación, con uno u otro oficio, los actores, los histriones, los “hijos de Satanás”, que estamos en las casas, en los hogares privados, familiares, incluso clandestinos, a cualquier hora, del día y de la noche, en imagen y en sonido. Y los periodistas, los locutores, los presentadores. Ha entrado la misa, la homilía y el presidente del gobierno, y el subversivo con el rostro enmascarado, incluso la gente inofensiva que va por la calle, al taller o al supermercado. El espectáculo deja de ser acontecimiento, se convierte en algo cotidiano y que tiene lugar en nuestro comedor, nuestra cocina, nuestra sala, y en nuestra alcoba para ayudarnos a conciliar el sueño como los cuentos de la madre, de la abuela en la infancia o a reavivar un erotismo claudicante (...)
Creo hallarme hoy –y es una de las satisfacciones mayores de mi vida y quizás la culminación de mis trabajos– entre personas antes dispuestas a defender su libertad, o su parcela de libertad o, más modestamente, sus libertades y, con modestia aún más acentuada, no con la violencia y la sangre –suya y ajena–, sino con el pensamiento y la palabra.
* El texto recoge los principales tramos de su discurso de aceptación como miembro de la Real Academia Española de la Lengua.
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