Con millones de discos bajándose ilegalmente y mientras la asistencia a los cines está en declive por el crecimiento en el consumo de plasmas y DVD, el auge del intercambio de archivos se instaló como uno de los principales antagonistas para los peces gordos del entretenimiento. Se estima que, en los países industrializados, cerca de un tercio de la conexión de banda ancha de los hogares es utilizado para el intercambio de ficheros. Por eso es que en 2002 David Bowie se atrevió a vaticinar que a la corta o a la larga la música se convertiría en un bien “similar al agua o la corriente eléctrica”. Las empresas quieren bailar los nuevos ritmos, pero se asemejan a un abuelo intentando imitar a Elvis en una disco para adolescentes. Por suerte cada tanto se escuchan voces lúcidas como la de Anne Sweeney, presidenta de Disney-ABC Televisión, que afirmó el año pasado que en realidad la piratería es “un modelo de negocio, que existe porque está cubriendo una necesidad del mercado, y compite de la misma forma que nosotros: ofreciendo calidad, precio y disponibilidad”. Llegado este punto, los fantasmas del liberalismo se enfrentan con su propia imagen en un espejo que más de una vez los hace huir despavoridos a reclamar la antaño vituperada presencia estatal.
En este contexto, los apocalípticos ven al norte de Europa como un paraíso criminal. Lo cierto es que más allá de las críticas, los países nórdicos están protagonizando uno de los fenómenos sociales más atractivos de los últimos años. Una combinación de relativa libertad jurídica y alto nivel de acceso ha hecho que Suecia –por citar un caso paradigmático– haya pasado al primer plano gracias a iniciativas globalmente exitosas, como Kazaa o Skype, ambas ideadas por los desarrolladores Niklas Zennström y Janus Friis.
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