FRAGMENTOS
Yo, Robot
Yo, Robot (1950) es una colección de nueve cuentos del bioquímico y escritor ruso-estadounidense Isaac Asimov (1920-1992), publicados en diferentes revistas, y cuyo hilo conductor lo lleva la “robopsicóloga” Susan Calvin. A diferencia del retrato de los robots como máquinas serviles o creaciones diabólicas, Asimov es el primero en mostrarlos como seres complejos (y con conflictos lógicos) capaces de evolucionar.
Por Isaac Asimov
Las Tres Leyes de la Robótica
1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes se oponen a la primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no entre en conflicto con la primera o segunda Leyes.
Manuel de Robótica, 56ª edición, año 2058.
He revisado mis notas y no me gustan. He pasado tres días en la U.S. Robots y lo mismo habría podido pasarlos en casa con la Enciclopedia Telúrica.
Susan Calvin había nacido en 1982, dicen, por lo cual debe de tener ahora setenta y cinco años. Esto lo sabe todo el mundo. Con bastante aproximación, la “U.S. Robots & Mechanical Men Inc.” tiene también setenta y cinco años, ya que fue el año del nacimiento de la doctora Calvin cuando Lawrence Robertson sentó las bases de lo que tenía que llegar a ser la más extraña y gigantesca industria en la historia del hombre. Bien, esto lo sabe también todo el mundo.
A la edad de veinte años, Susan Calvin formó parte de la comisión investigadora psicosomática ante la cual el doctor Alfred Lanning, de la U.S. Robots, presentó el primer robot móvil equipado con voz. Era un robot grande, basto, sin la menor belleza, que olía a aceite de máquina y estaba destinado a las proyectadas minas de Mercurio. Pero podía hablar y razonar.
Susan no dijo nada en aquella ocasión; no tomó tampoco parte en las apasionadas polémicas que siguieron. Era una muchacha fría, sencilla e incolora, que se defendía contra un mundo que le desagradaba con una expresión de máscara y una hipertrofia intelectual. Pero mientras observaba y escuchaba, sentía la tensión de un frío entusiasmo.
Se graduó en la Universidad de Columbia en el año 2003, y empezó a dedicarse a la Cibernética.
Todo lo que se había hecho durante la segunda mitad del siglo XX en materia de “Máquinas calculadoras” había sido anulado por Robertson y sus cerebros positrónicos. Las millas de cables y fotocélulas habían dado paso al globo esponjoso de platino-iridio del tamaño aproximado de un cerebro humano. Aprendió a calcular los parámetros necesarios para establecer las posibles variantes del “cerebro positrónico”; a construir “cerebros” sobre el papel, de una clase tal que las respuestas a estímulos determinados podían predecirse acertadamente.
En el año 2008 se doctoró en Filosofía e ingresó en la U.S. Robots como “robopsicóloga”, convirtiéndose en la primera gran practicante de esta nueva ciencia. Lawrence Robertson era todavía presidente de la corporación; Alfred Lanning había sido nombrado director de investigaciones.
Durante quince años vio cómo la dirección del progreso humano cambiaba y avanzaba vertiginosamente.
Ahora se retiraba... hasta donde podía. Por lo menos, permitía que la puerta de su despacho ostentase el nombre de otra persona.
Esto, esencialmente, fue lo que supe. Tenía una larga lista de sus publicaciones, de las patentes a su nombre; conocía los detalles cronológicos de sus promociones, en una palabra, tenía su “vida” profesional con todo detalle.
Pero esto no era lo que yo quería.Necesitaba algo más para mis artículos destinados a la Prensa Interplanetaria. Mucho más. Y así se lo dije.
–Doctora Calvin –le dije tan amablemente como pude–, según la opinión general, la U.S. Robots y usted son equivalentes. Su retirada pondrá fin a una Era que...
–¿Quiere usted el punto de vista del interés humano? –dijo sin sonreír. No creo que nunca sonriese. Pero sus ojos eran penetrantes, aunque no agresivos. Sentí que su mirada me atravesaba y salía por el occipucio y supe que era para ella de una transparencia inusitada; que todo el mundo lo era.
–Exacto –dije.
–¿El interés humano... de los robots? Esto es una contradicción.
–No, doctora, de usted.
–También me han llamado robot. Con seguridad le habrán dicho a usted que no soy humana.
Me lo habían dicho, en efecto, pero no ganaba nada con confesarlo.
Se levantó de la silla. No era alta y parecía frágil. La seguía hasta la ventana y nos asomamos a ella.
Las oficinas y talleres de la U.S. Robots formaban una pequeña ciudad, espaciosa y bien planeada. Todo era achatado como una fotografía aérea.
–Cuando vine aquí por primera vez –dijo– vivía en una pequeña habitación, allá a la derecha, donde está hoy el retén de bomberos. Fue derribada antes de que usted naciese. Compartía la habitación con tres personas. Tenía medio escritorio. Construíamos nuestros robots en un solo edificio. Producción... tres a la semana. Ahora, mírenos.
–Cincuenta años –aventuré– es mucho tiempo.
–No cuando se mira hacia atrás. Una se pregunta cómo han pasado tan deprisa.
Volvió a su escritorio y se sentó. No necesitaba expresión alguna en su rostro para parecer triste.
–¿Qué edad tiene usted? –quiso saber.
–Treinta y dos años –respondí.
–Entonces, no puede recordar los tiempos en que no había robots. La humanidad tenía que enfrentarse con el universo sola, sin amigos. Ahora tiene seres que la ayudan; seres más fuertes que ella, más útiles, más fieles, y de una devoción absoluta. ¿Ha pensado usted en ello bajo este aspecto?
–Me temo que no. ¿Puedo citar sus palabras?
–Sí. Para usted, un robot es un robot. Mecánica y metal; electricidad y positrones. ¡Mente y hierro! ¡Obra del hombre! Si es necesario, destruida por el hombre. Pero no ha trabajado usted en ellos, de manera que no los conoce. Son más limpios, más educados que nosotros.
Traté de halagarla, de adularla hábilmente.
–Quisiéramos saber algo de lo que pueda usted contarnos, conocer su opinión sobre los robots. La Prensa Interplanetaria abarca todo el Sistema Solar. Unos tres mil millones de lectores, doctora Calvin. Tienen que saber lo que pueda usted decirnos sobre los robots.
No tenía necesidad de insistir. No me oyó, pero se dirigía al lugar indicado.
–Deben de haberlo sabido desde el principio. Vendíamos robots para uso terrestre... antes de mis tiempos, incluso. Desde luego, eran robots que no podían hablar. Después se hicieron más humanos, y empezó la oposición. Los sindicatos obreros, como es natural, se opusieron a la competencia que hacían los robots al trabajo humano, y varios sectores de la opinión religiosa hicieron sus objeciones inspiradas en la superstición. Todo aquello fue inútil y ridículo. Y, sin embargo, así era.
Yo iba tomando notas de lo que decía en mi registrador de bolsillo, tratando de que no advirtiese el movimiento de mi mano. Practicando un poco se puede llegar a hacer detalladas anotaciones sin sacar el chisme del bolsillo.–Tomemos el caso de Robbie –dijo–. No lo conocí. Fue desguazado el año anterior a mi entrada en la compañía; era muy elemental. Pero vi a la muchacha en el museo...
Se detuvo, pero no dijo nada. Dejé que sus ojos se humedeciesen y su imaginación viajase. Tenía que recorrer mucho tiempo.
–Oí hablar de ello más tarde, y cuando nos llamaban blasfemos y creadores de demonios, siempre me acordaba de él. Robbie era un robot sin vocalización. No podía hablar. Fue fabricado y vendido en 1996. Eran los días anteriores a la extrema especialización, de manera que fue vendido como niñera...
–¿Como qué?
–Como niñera...
Se reproduce por gentileza de Editorial Edhasa.