Sábado, 29 de enero de 2005 | Hoy
CIENCIA Y POESIA
Desde el siglo XVII, cuando se rompió el idilio del Renacimiento, las relaciones entre ciencia y arte o en este caso ciencia y poesía no han sido del todo claras, al menos conceptualmente. A medida que la ciencia se sofisticaba y especializaba, y a medida que avanzaba en su comprensión de la naturaleza, comenzaron a aparecer contradicciones entre la aproximación experimental científica y la captación por intui-ción de las verdades escondidas, a la manera poética. Movimientos seculares como el Romanticismo plantearon una brecha que aún hoy devora las mejores intenciones. Ciencia y poesía no son ecuaciones distintas que explican el mundo, sino una sola ecuación con soluciones diferentes, o, también, una sola historia que el hombre se cuenta a sí mismo, llena de sonido y de furia y que significa mucho.
Por Guillermo Piro
En el mundo antiguo el saber exacto como las matemáticas o la astronomía era privilegio de las clases acomodadas. Amante de la rigurosidad, la clase dominante se sentía insuflada de nuevas energías vitales cuando tenía acceso a aquello que a los demás les estaba vedado. La posición, movimiento y constitución de los cuerpos celestes, por ejemplo, representaba para los antiguos algo así como una barrera infranqueable, un saber al que se accede luego de esfuerzos sobrehumanos y mucho, mucho estudio. Y sobre todo el empleo de un lenguaje exacto, es decir técnico, accesible, como cualquier forma dialectal, a los únicos que comparten el mismo “código comunicacional”, la misma jerga, el argot común. La distinción entre ciencia y poesía nace para esa época antigua; el saber, para los mesopotámicos, por ejemplo, no está tan diversificado, su destinatario no es tan fácilmente identificable.
Las formas versificadas son por definición imprecisas: se nutren de la imprecisión. Vuelven a la imprecisión su materia, ya que ésta consigue que la interpretación se multiplique en la misma proporción que la cantidad de lectores. Sin embargo algo queda: algo se transmite. Por vía indirecta las formas poéticas son, en cierto sentido, precisas también: confieren al lector una visión única sobre cualquier cosa, de modo que éste siente que no podría haber sido descripta con mayor claridad, pero esa precisión es fruto, justamente, de un uso del lenguaje en sentido amplio, metafórico y general. Cuando Gottfried Benn (1886-1956) lanza su amenaza diciendo: “Vivo los días del animal./ Soy una hora de agua./ De noche se adormece mi párpado como bosque y cielo./ Mi amor conoce sólo pocas palabras:/ se está tan bien junto a tu sangre”, es probable que no haya dos personas en el mundo que “interpreten” lo mismo, pero es seguro que tanto unos como otros tiemblen ante la idea de encontrar algún día una nota con un texto similar deslizándose por debajo de la puerta.
¿Qué es lo que hace hoy que un texto antiguo pueda ser contemplado por nosotros como científico o poético? El error, sin duda. Y eso no sólo corre para los textos de larga data. Pongamos el caso de Tito Lucrecio Caro, el autor de De Rerum Natura. Su autor vivió entre los años 99 y 55 a.C. y escribió su gran obra en los raros momentos de lucidez (según cuentan Diógenes y San Jerónimo) en que lo dejaba en paz la locura provocada por haber bebido un filtro de amor, que finalmente lo llevó al suicidio). ¿Qué es hoy, para nosotros, De Rerum Natura? ¿Un largo poema en hexámetros en el que se pretende enseñar una determinada filosofía (la de Epicuro, en este caso), un texto literario-filosófico o ambas cosas a la vez? Es el error el que convierte al estudio (ya sea histórico, filosófico o natural) en literatura. Cuando Lucrecio expone su cosmología materialista según la cual el mundo está constituido por átomos, hace ciencia, justamente porque actualmente sabemos que la materia está constituida por átomos. Cuando Plinio (23-79 d.C.), en su Historia Natural, refiriéndose a la inteligencia de los elefantes dice que son capaces de escribir en griego y que su religión se basa en la adoración a los astros, está haciendo literatura. Y cuando explica el modo en que los chinos extraen la seda (en la época un secreto tan bien guardado por los orientales como podría serlo hoy la fórmula de un arma química letal), “peinando” los árboles productores de seda (historia que sin duda los mismos chinos se preocuparon por difundir, pero que el pobre Plinio creyó a pie juntillas), está haciendo literatura.
¿Qué es la ciencia, para qué sirve? Y la poesía, ¿para qué sirve? Es extraño, pero en realidad no sirven para nada concreto, no son materialmente útiles. La ciencia tiene un puro interés cultural, obedece al mero deseo de saber: sirve únicamente para satisfacer la curiosidad innata en el hombre por el ambiente que lo circunda, y por sí mismo. Suele confundirse a menudo la ciencia con la tecnología. La ciencia trata de entender las leyes que regulan el mundo, mientras que la tecnología es el conjunto de las actividades tendientes a modificar y controlar el ambiente en que se vive. La confusión nace porque muchos descubrimientos en el campo de la medicina, la agricultura y la industria se debieron a la aplicación de tecnologías que hubieran sido imposibles sin un soporte físico que las guiara. Los fertilizantes, la televisión, los aviones, los satélites artificiales, la energía nuclear, no son ciencia, sino productos de la tecnología.
Lo que distingue la investigación científica de cualquier otra actividad del pensamiento es el método que utiliza. Este método, llamado “método experimental”, consiste fundamentalmente en el análisis sistemático, a través de la observación y la experimentación, de los fenómenos naturales, en la organización de los datos que esa observación arroja y en su posterior interpretación. Es llegados a este punto donde nos perdemos, porque el poeta no parece guiarse con un método muy distinto. Rumiando versos se acerca caminando a casa, donde lo espera un vino falsificado saboreando el cual observará el cielo (supongamos que es una bella noche estrellada, para dar un ejemplo celeste), organizará una corta o larga serie de datos que ha conseguido captar en su modorra alcohólica y luego, a su modo, pluma en mano, escribirá unos versos, interpretando a su manera lo visto, y tal vez lo oído. Salteémonos unos cuantos siglos. En 1853 nació en Leipzig Paul J. Moebius. Fue médico militar, pero abandonó esa actividad para dedicarse por entero a la neurología. Tras escribir algunos trabajos anatómico-neurológicos su interés se concentró en las enfermedades nerviosas funcionales (histeria, neurastenia, migraña). Luego se interesó por la frenología, las diferencias entre los sexos, y más tarde sus intereses se inclinaron por la filosofía y la historia literaria (por ejemplo la patología en las personalidades de Goethe, Schopenahuer y Nietzsche). En el año 1900 publicó un pequeño librito que lo catapultó a la fama: La inferioridad mental de la mujer. Sin saberlo, el pobre Moebius compendió con admirable claridad y convierte en teoría científica toda la ambigua misoginia de una cultura. Al consagrar los prejuicios en nombre de la ciencia delata implícitamente el carácter instrumental de un saber al servicio del poder establecido. Su método es rigurosamente experimental: toma treinta mujeres de distinta condición social y edades y les hace sólo dos preguntas, a saber: “¿cuántos habitantes tiene Leipzig?” es la primera; “¿cuál es la distancia en kilómetros entre Leipzig y Dresden?”, la segunda. Sólo cinco mujeres (o si juzgamos con suficiente indulgencia, seis) dan una respuesta correcta a la primera pregunta. A la segunda pregunta sólo una respondió correctamente (114 kilómetros). La crasa ignorancia manifestada en las respuestas no es señal de estupidez (aunque a Moebius los resultados le hacían dudar de la célebre institución escolar alemana de entonces), pero el doctor ve en ello un dato esencial: “la mente femenina tiene un rechazo innato por las magnitudes exactas (...) la mujer, al igual que el poeta, que se le parece, odia los números”. Para Moebius, “los únicos números que recuerda con precisión son los referentes a su vestido”; según él hasta la percepción de las relaciones espaciales es a menudo defectuosa: en el ejercicio de su método experimental encontró a muchas mujeres que vivían en eterna lucha con las nociones de izquierda y derecha. La inferioridad mental de la mujer es hoy un libro humorístico insuperable. El error lo salva, hace mutar su consistencia científica enuna literatura que más de uno podría confundir con el Juan Rodolfo Wilcock más inspirado.
La hipótesis hasta ahora es de lo más simple. Teniendo un texto A, basado en una serie limitada de análisis sistemáticos apoyados en observaciones y experimentos, el resultado, B, si a nuestros ojos sigue siendo igual a C, lo consideraremos de carácter científico. Si el resultado es, por ejemplo, L, caerá en el ámbito intangible e impreciso de la literatura.
El español Antonio Gamoneda (1931) ha escrito un libro genial. Se titula El libro de los venenos y es, ni más ni menos, que el ejercicio exagerado de esa mutación benéfica (para la literatura, claro está). Gamoneda recoge allí las “voces” de tres autores: Pedacio Dioscórides (un griego que vivió en el siglo I y que escribió Materia Medicinal en donde recogía todo el saber farmacológico de su tiempo), Andrés de Laguna (un español que nació en 1499 y que comentó el famoso libro de Dioscórides) y las del propio Gamoneda (que oficia de comentador, a su vez, de los otros dos). La retórica farmacopea parece brindarse mejor que ninguna otra al juego literario: todo está lleno de bulbos salvajes que pueden originar comezones, ortigas y cebollas albarranas, capaces de purgar superfluidades sangrientas que se medican echándole al enfermo clisteres y dándole a beber un cocimiento de hojas de roble o de serpol y zumo de centinodia o de arrayán. Quien tomara al pie de la letra las recomendaciones y las curas de Gamoneda podría entender al pie de la letra la distinción entre poesía y ciencia.
A quien se aventure en el terreno de la farmacopea sin la consabida guía corre el peligro de quedar inútil para las artes venéreas. Pero no todos los poetas incurren en riesgos tan flagrantes. Algunos se limitan (y se limitaron) a hacer uso de la ciencia como tema o móvil inspirador. Wislawa Szymborska (Premio Nobel de Literatura 1996) escribió un poema al número pi (3,1415926535...) con el que consigue, haciendo uso de un lenguaje no demasiado técnico pero a la vez didáctico, explicar en qué consiste la magia de ese número y, a la vez, permitir que funcione casi como una canción de cuna. El poema es largo, pero valen como muestra los primeros versos: “El número Pi es digno de admiración/ tres coma uno cuatro uno/ todas sus cifras siguientes también son iniciales/ cinco nueve dos, porque nunca se termina./ No permite abarcarlo con la mirada seis cinco tres cinco/ con un cálculo ocho nueve/ con la imaginación siete nueve/ o en broma tres dos tres, es decir, por comparación/ ocho cuatro seis con cualquier otra cosa/ dos seis cuatro tres en el mundo”.
Ahí tienen la refutación al método de Moebius: una mujer que no siente rechazo por las magnitudes exactas, aunque éstas se parezcan a largas serpientes, un cortejo de cifras que no se detiene en el margen de una hoja, y que es “capaz de prolongarse por la mesa, a través del aire, a través del muro, de una hoja, del nido de un pájaro, de las nubes, directamente al cielo a través de la total hinchazón e inmensidad del cielo”.
El norteamericano John Updike (1932) escribió un libro titulado Siete odas a los fenómenos naturales, donde dedica poemas a procesos como la evaporación, la cristalización o la entropía. Escribió también un poema a los neutrinos: “no tienen masa ni carga,/ no interactúan para nada./ La Tierra es una tonta pelota/ para ellos, a través de la cual simplemente pasan,/ como barrenderos a lo largo de un pasillo ventoso/ o fotones a través de una lámina de vidrio”.
Walt Whitman (1819-1892) no rinde tributo, pero la ciencia también hace su entrada en su poesía. En Cuando escuché al sabio astrónomo dandodemostraciones, cifras, mostrando cuadros y diagramas, sumando y dividiendo, escucha los aplausos y cansado y enfermo abandona la sala y vaga en la noche buscando un poco de silencio mirando las estrellas. Lo cierto es que el poeta estaba allí, en una sala de conferencias, y si el sabio en cuestión lo hizo salir en busca de un poco de soledad y de silencio tal vez la culpa haya que achacársela al conferencista.
Tal vez Edgar Allan Poe (1809-1849) supo plantear la pregunta más eficaz. En su Soneto a la ciencia, ésta aparece como un buitre que devora el corazón del poeta. Sus alas son opacas realidades, y Poe se pregunta cómo podría el poeta amar a la ciencia: “¿cómo puede juzgarte sabia/ aquel a quien no dejas en su vagar/ buscar un tesoro en los enjoyados cielos,/ aunque se elevara con intrépida ala?”, se pregunta. La ciencia consiguió arrebatar a Diana de su carro, expulsó a las Hamadríades del bosque para buscar abrigo en alguna estrella feliz, arrancó a las Náyades de la inundación, al Elfo de la hierba. Y al poeta del sueño de verano bajo el tamarindo. Poe pregunta, pero la ciencia no responde.
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