ADHD O TRASTORNO POR DEFICIT DE ATENCION
Hasta hace poco era rara, y después pasó por los diferentes estadios y nombres que suele padecer una enfermedad recién detectada: “defecto mórbido de control moral”, “desorden de conducta post-encefalítica”, “disfunción cerebral mínima”, truculentos apelativos que desembocaron en el más suave y políticamente correcto “síndrome hiperquinético” y actualmente “Trastorno por Déficit de Atención/ Hiperactividad”. Y, si bien se hace sentir más en chicos de edad preescolar, perturba también a adolescentes y adultos. Conozca el "camino a la fama" del ADHD, el desorden más diagnosticado de la niñez y una de las figuras repetidas de las psicopedagogas a la hora de justificar problemas de aprendizaje.
Aunque se la describió clínicamente hace ya 103 años, hasta la reciente década del ‘80 era una de esas enfermedades “raras” con una presencia social mínima y pocas personas afectadas. Hoy, en cambio, acumula miles de papers científicos y ha generado una especialización para los médicos y para el mundo psi. A su alrededor han surgido institutos de investigación especializados, con profesionales abocados full-time al tratamiento. Aunque perturba a grandes y chicos, se hace sentir sobre todo en los pequeños de edad preescolar, por lo que muchos padres afligidos se reúnen en fundaciones ad hoc, y en las instituciones educativas se ha vuelto una figurita repetida de las psicopedagogas a la hora de justificar problemas de aprendizaje. Si hasta el Congreso de los Estados Unidos le asignó un “Día de Concientización” que cae el 7 de septiembre por ser el desorden de conducta más diagnosticado de la niñez. Todo este “camino a la fama” atravesó –en apenas un siglo de vida– el ADHD. O, para nombrarlo en correcto español, el “Trastorno por Déficit de Atención/Hiperactividad”.
Al ADHD nada le fue fácil. Ni siquiera llegar a su apodo definitivo que, además, es una abreviatura derivada del inglés. Como entidad médica podría decirse que nació a principios del siglo XX y se la llamó “defecto mórbido de control moral”. Para la década del ‘20 también se la conoció como “desorden de conducta posencefalítica”, y pasada la mitad del siglo se había convertido en un “síndrome hiperquinético”. No fue el único ya que otro concepto muy usado para definir esta caterva de señales fue el de “disfunción cerebral mínima”.
Pero los síntomas seguían siendo dispersos y los sinónimos, confusos. Recién se logró un compromiso medianamente aceptado en la versión de 1994 del Manual de Diagnóstico y Estadística de los Trastornos Mentales que mantiene la American Psychiatric Association y que se reconoce como una guía internacional en la clasificación de las afecciones a la salud mental. Allí quedó designado como “Attention Deficit/Hyperactivity Disorder” y eso explica la sigla ADHD.
A la hora de la descripción, las cosas parecen fáciles: quien sufre ADHD tiene tres signos característicos que son falta de atención, hiperactividad e impulsividad. La primera es la dificultad para concentrarse en un solo asunto, en particular si no es de su interés. Esto va mechado con el aburrimiento casi inmediato y una fuerte dificultad para organizarse y completar tareas. La hiperactividad, en cambio, se manifiesta en la dificultad para quedarse quieto o callado, mientras la persona trata de realizar varias actividades a la vez y ninguna en concreto. Y la impulsividad, por su parte, se muestra como una dificultad para controlar las reacciones inmediatas y para pensar antes de actuar o hablar. Otro ingrediente de este cóctel es una soberana impaciencia, cierta conducta temeraria y una aguda incontinencia verbal.
Claro que ante cada caso real las sintomatologías suelen mezclarse. Así, a los chicos diagnosticados con ADHD, suele catalogárselos en tres grupos: “hiperactivos puros”, “combinados” o “inatentos” (ver recuadro). Según las estadísticas, un 11% son “hiperactivos puros”, el 57% “combinados”, y el 30% solamente “inatentos”. Después de tantos números y definiciones, se pudo comenzar a tratar de descubrir su real prevalencia social. Hoy se discute una cifra que va del 3 al 5% del total de los chicos de entre 6 y 17 años. Esto es, desde la edad preescolar a la adolescencia, que es el período en el cual el trastorno se vuelve más claro. Pero son dígitos que, se sabe, ostentan un dubitativo grado de precisión. Después de todo, ¿qué padre puede tirar la primera piedra y jurar que sus hijos jamás expresaron alguno, o varios, de los síntomas? Por lo tanto, es muy posible que convivan tanto un subregistro como un sobrediagnóstico del ADHD.
Para dificultar algo más las cosas, hasta comienzos de los ‘70 los profesionales sostenían que el ADHD consistía en un trastorno netamente juvenil al que la madurez “curaba”. Sin embargo, se comprobó que lo que ocurre es que se atempera el factor “hiperactivo”, pero tanto la falta de atención como la exagerada impulsividad pueden perdurar mucho después de los años mozos.
Al adulto con ADHD se le suelen endilgar adjetivos tales como inquieto, distraído, impulsivo, hiperactivo, impaciente y desorganizado. Son personas que parecen necesitar la búsqueda de novedades y mucha emoción y son más proclives a sufrir accidentes de tránsito, amén de tener que remontar algunas dificultades extra para mantener relaciones de pareja y de trabajo estables.
Esta enunciación muestra, otra vez, que diagnosticar este síndrome no es tarea fácil. Y para buscar cierta certeza, los criterios proponen que antes de etiquetar a alguien con el rótulo de “ADHD”, es necesario que las conductas disfuncionales hayan aparecido antes de los siete años y se extiendan a lo largo de, al menos, seis meses. Además, para ser consideradas como tal deben crearle problemas reales al pequeño candidato a paciente en, al menos, dos áreas de su vida cotidiana, sea el hogar, el aula, el club, reuniones sociales, etc. Y hay que descartar la existencia de episodios trascendentes, como la muerte de un familiar directo o alguna otra situación traumática.
En cuanto a su origen, el ADHD no es un trastorno precisamente original. Esto significa que no se sabe demasiado acerca de sus causas y que sobre su génesis hay variadas teorías y pocas pruebas concretas que aclaren algo. Se discutió su posible aparición tras el abuso materno del cigarrillo y el alcohol; la influencia ambiental de contaminantes como el plomo; golpes y traumatismos craneanos al momento del parto; exceso de televisión y videojuegos en los primeros años de vida y hasta el uso de edulcorantes sintéticos. Sin embargo, no son caminos ni explicaciones que hayan llegado demasiado lejos. Hoy, su origen se considera biológico y se lo relaciona con alteraciones en el sistema nervioso central, haciendo referencia a las bases neuroquímicas del funcionamiento cerebral, con dificultades en la correcta interacción de sustancias tales como la dopamina, la noradrenalina y en menor grado la serotonina.
Indudablemente, los genes aportan su parte, ya que el 25% de los padres cuyos chicos tienen ADHD también muestran indicios de padecerlo, mientras que la incidencia cae al 5% si se considera la población general.
Las que sí vienen progresando son las alternativas de tratamientos. Y de hecho hay un buen abanico que combina desde las opciones farmacológicas a las terapias conductistas, pasando por diversas escuelas del mundo psi y toda una gama de mixturas. Aunque en general, con todas estas opciones, no se suele hablar de “cura” sino de “contención y control” de los síntomas, lo que les permitiría al paciente y sus familias llevar una vida “normal”, parámetro que –se sabe– no es precisamente fácil de definir, haya o no ADHD.
Desde la estricta bioquímica, hay tres familias de drogas que se utilizan desde hace décadas sobre estos síntomas. Pertenecen a una categoría denominada “estimulantes” y son el metilfenidato, la dextroanfetamina y la pemolina. En muchos casos estas moléculas han reducido la hiperactividad y mejorado la habilidad para concentrarse, trabajar y aprender.
Recientemente se aprobó el uso de la atomoxetina, medicación que no integra la categoría de sus competidoras sino que bloquea de manera selectiva la recaptación de noradrenalina, uno de los neurotransmisores implicados en este trastorno. Como yapa, la nueva medicina parece poder cubrir dos frentes de ataque: el ADHD en sí y el tratamiento de sintomatologías asociadas, como la depresión y la ansiedad.
En la Argentina, la población “afectada” (niños y adolescentes) supera el medio millón de personas. Los profesionales del ramo reconocen que los casos diagnosticados localmente son apenas un puñado que no llegaría a los 10 mil en todo el país. Si se piensa que la falta de tratamiento del trastorno hace que los afectados terminen repitiendo grados y materias y sean niños “problemáticos”, habría que considerar si esta condición no aporta su granito de arena al fracaso educativo argentino.
En tren de sumar preocupaciones, podría sumarse el siguiente hecho: del total de chicos afectados, un 60%, seguirá presentando este trastorno durante su edad adulta. Al igual que en el resto del planeta, el ADHD es sexista: la relación es de 3 varoncitos diagnosticados por cada niña. Aunque es posible que –también por cuestiones de género– exista un alto porcentaje de subdiagnóstico en las mujercitas. Esto se explica porque, aunque ambos mantengan los mismos niveles de inatención, ellas no muestran tanta hiperactividad, por lo que llegan menos consultas por esa causa. Sin embargo, en la adultez las diferencias desaparecen y se vuelve al 1 a 1.
Finalmente, vale tratar de responder la pregunta del millón: el ADHD, ¿es curable? Como quedó claro más arriba, la estricta respuesta pesimista es no. Pero el costado optimista se apresura a recordar que suele ser perfectamente tratable y que quienes la sufren, bien llevados, pueden mantener una vida normal.
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