En mayo de 1832 y en un duelo estúpido y vanidoso (como todos los duelos) fue muerto (asesinado en realidad) a los 21 años, el francés Evaristo Galois, una de las mentes más brillantes y gloriosas de la historia de las matemáticas. La noche anterior había redactado una larga carta a un amigo, donde exponía su pensamiento: en ella, el “elegido de los dioses”, como se dio en llamarlo, comparándolo con Mozart, sacudió para siempre el árbol matemático. Sus ecuaciones registradas en lo que sería su testamento, su obra magna, dieron frutos a lo largo de décadas y décadas, fortalecieron el desarrollo de toda la teoría de los grupos y las estructuras algebraicas, e impusieron nuevas maneras de abordaje y de pensamiento. Un viejo aforismo dice que “los elegidos de los dioses viven poco tiempo”. Galois lo ilustra perfectamente.
› Por Pablo Capanna
Por alguna extraña
razón de la lógica castrense, los duelos y las batallas deben
hacerse al alba. Quizá matar después del almuerzo sea indigesto,
y de todos modos nadie tendría apetito estando en peligro de muerte.
Aquella mañana de mayo, en un campo de las afueras de París, iba
a realizarse un duelo. Era una de esas ordalías donde dos caballeros
podían lavar su honor de un tiro de pistola, según esa suerte
de teología darwiniana que le daba la razón a quien tuviera mejor
puntería. La claridad de un amanecer de primavera apenas comenzaba a
dibujar la silueta de los cipreses, que se erguían como negras lanzas
en el linde del campo de honor cuando llegaron los duelistas.
El primero fue el caballero Pescheux d’Herbinville, hombre maduro que venía
acompañado por sus padrinos. Era uno de los mejores tiradores de Francia,
lo cual hacía que el duelo se pareciera sospechosamente a una ejecución.
Luego llegó el contrincante. Era un jovencito esmirriado con una gran
cabeza de huevo y un ridículo jopo; sus profundas ojeras daban cuenta
de una noche pasada en vela, y estaba muy pálido.
Los padrinos entregaron las armas, alineadas como bisturís sobre una
almohadilla de pana, y pregonaron las reglas. Los duelistas comenzaron a caminar,
de espaldas, los 25 pasos reglamentarios.
El tiro del jovencito fue a parar a la copa de un ciprés, pero la bala
del caballero se incrustó en su estómago. El caballero se puso
la levita, subió a su carruaje y se fue a festejar con sus amigos. A
pesar de los reglamentos, no había médico. El muchacho quedó
tirado en el campo y estuvo todo el día desangrándose. Al atardecer
llegó su hermano, que acababa de enterarse del duelo. Lo llevaron al
hospital, pero la peritonitis fue incontenible y murió al día
siguiente.
Una sórdida intriga política, disfrazada de drama pasional, acababa
de llevarse una de las mentes más brillantes que haya dado la historia
de las matemáticas. Se llamaba Evaristo Galois, tenía veintiún
años y para nosotros sería un adolescente. La noche anterior había
garabateado unas notas que pasarían a la historia de la ciencia, y hasta
unos versos premonitorios: “El eterno ciprés me rodea/ Más
pálido que el pálido otoño/ Me inclino hacia la tumba”.
Tiempos dificiles
El cerebro privilegiado
de Evaristo Galois (1811-1832), que se apagaba de modo tan violento y estúpido,
había comenzado a pensar en un pueblo de los alrededores de París
y había sufrido todos los avatares de una época políticamente
difícil: (¿las habrá fáciles?) la Restauración.
Obligado a abdicar, Napoleón estaba confinado en la isla de Elba. La
Revolución había terminado por proclamar un emperador y ahora
Francia volvía a la monarquía con Luis XVIII. El nuevo rey, como
si no hubiera pasado nada, iniciaba sus edictos con la frase “en el año
diecisiete de mi reinado...”
Cuando Napoleón se fugó de la isla toscana y volvió a París
en triunfo, era bastante más “republicano” que antes, pero
sólo alcanzó a gobernar cien días. La derrota en Waterloo
lo recluyó para siempre en Santa Elena. En esos tres meses, Nicolás
Galois, el padre de Evaristo, fue elegido alcalde de su pueblo. Tan bien lo
hizo que aun con el retorno de la monarquía le pidieron que se quedara.
Cuando Evaristo tenía doce años, ganó una beca y se fue
a París a estudiar al Liceo Louis Le Grand. Luis XVIII fue proclamado
monarca constitucional en 1821 y se rodeó de los elementos más
reaccionarios. Después de la Diosa Razón, venía el clericalismo:
la “alianza del Trono y el Altar”. Los católicos democráticos,
que seguían a Lamennais, recién aparecerían hacia 1830.
Las cosas se agravaron con la llegada de Carlos X, el otro hermano de Luis XVI,
que asumió con un ritual tan anacrónico como ridículo:
se hizo consagrar en la Catedral de Reims con el (falso) óleo de Clodoveo
y la (falsa) espada de Carlomagno. Promulgó una ley que permitía
a los ricos votar dos veces, impuso una rígida censura a los diarios,
anuló las elecciones que no lo favorecían, clausuró algunas
facultades y escuelas y entregó al clero el control de las universidades.
Cuando Evaristo estaba en el Liceo se rumoreó que éste volvería
a manos de los jesuitas. Hubo agitación y el director, un ferviente realista,
expulsó a más de un centenar de alumnos que se negaron a brindar
por el rey.
Locura matemática
Evaristo era
muy chico para participar de las luchas estudiantiles, pero ya discutía
de política. Hasta que cumplió los dieciséis años
no tuvo cursos de matemática, pero a los trece leyó la Geometría
de Legendre y quedó fascinado. Se precipitó sobre el álgebra,
pero el libro que le ofrecieron no lo conformó, de manera que prefirió
leer directamente a Lagrange.
Los informes de sus profesores decían: “es dulce, lleno de candor
y de buenas cualidades, pero hay algo raro en él”. Otro decía
que no era travieso sino razonador y original. Un tercero escribía: “Hay
algo oculto en su carácter. Afecta ambición y originalidad. Odia
perder el tiempo en redactar los deberes literarios”. El más explícito
era el profesor Vernier: “sólo se interesa por los estratos más
altos de la matemática. La locura matemática lo domina. Aquí
pierde el tiempo; todo lo que hace es atormentar a sus profesores y atormentarse
a sí mismo”.
Expulsado del Liceo tras su primera intervención política, Galois
siguió siendo amigo de Vernier, quien se esforzaba en inculcarle algo
de método. Sin embargo, su “locura matemática” no era
tan aguda como se decía, ni su mente tan unilateral. Evaristo leía
mucho más sobre literatura y arte que cualquier adolescente de hoy. Cuando
quiso ingresar a la Escuela Normal Superior, el examinador informó que
“no sabía nada de literatura” y puso en duda que tuviese predisposición
para las matemáticas, como decían sus colegas.
Pero Evaristo leía a los autores que hoy llamamos románticos,
como Lamartine y Victor Hugo, y no se interesaba por los clásicos. Asistía
a las reuniones del Cenáculo de Hugo y seguramente el 25 de febrero de
1830 estuvo presente en la famosa “batalla de Hernani”, donde nació
el romanticismo. Ese día se estrenaba el drama de Hugo, que violaba las
reglas aristotélicas de tiempo, lugar y acción, y mezclaba alegremente
la tragedia con la comedia. El estreno fue una verdadera batalla campal en la
cual forcejearon clásicos y románticos, y sobrevino cuando Galois
acababa de ingresar a la Escuela Normal.
Las polémicas artísticas y literarias de entonces estaban estrechamente
vinculadas con la política. En pintura, Galois ya había tomado
partido por Delacroix contra el académico Ingrès. Delacroix luego
pintaría el famoso cuadro La Libertad guiando al pueblo, que celebraba
las barricadas de julio de 1830.
El joven Galois ya era un decidido militante liberal: odiaba a los bonapartistas
y a los partidarios de la Restauración, que respaldaban a Carlos X.
Un chico dificil
En 1827 Galois
se presentó al examen de ingreso de la famosa Escuela Politécnica,
donde enseñaban las luminarias científicas de su tiempo. Fue rechazado,
porque los profesores lo encontraron demasiado heterodoxo. Hacía cálculos
mentales que no se dignaba poner por escrito, con lo cual dejaba a todos perplejos.
Volvió a presentarse al año siguiente, pero cuando se vio perdido
discutió con los examinadores, se negó a responder una pregunta
que consideraba “estúpida”, le tiró un borrador a la
cabeza del profesor Dinet y se marchó dando un portazo. El clima reinante
en la Politécnica se había espesado con los cambios políticos,
y Galois era mal visto no tanto por su heterodoxia matemática sino por
su militancia republicana.
Como suele ocurrir, a la caída de Napoleón, Monge (el padre de
la geometría descriptiva) fue echado y la cátedra la ocupó
Cauchy. Pero a la caída de Carlos X en 1830, fue Cauchy quien se tuvo
que ir, y volvió Monge. Cauchy era un realista borbónico y un
sectario religioso. Ya había escamoteado un valioso trabajo de otro joven
genial, el noruego Abel, cuando Galois le presentó los suyos. Evaristo
tenía diecisiete años y ya tenía una publicación.
No está claro quién fue el responsable, pero el hecho es que el
artículo que Galois le entregó a Cauchy se traspapeló y
se perdió para siempre. Parecía evidente que lo estaban discriminando
por sus ideas políticas. Galois estaba preocupado por demostrar en qué
caso son válidas las ecuaciones de quinto grado. De hecho, existían
recetas para averiguarlo, por lo menos para las cúbicas y las cuárticas.
Pero si las recetas pueden ser utilísimas en manos de quienes hacen ciencia
aplicada, un matemático no descansará hasta encontrar la demostración
lógica. Galois presentó dos trabajos; si bien no resolvía
el problema de las ecuaciones de quinto grado, daba importantes pasos para lograrlo.
El propio Cauchy juzgó sus trabajos merecedores del Premio Nacional de
la Academia de Ciencias, con la única condición de que los unificara.
Galois preparó una nueva demostración y se la entregó a
Joseph Fourier. Cuando se conocieron los resultados, Galois no estaba entre
los ganadores porque Fourier se había “olvidado” de inscribirlo.
Mientras tanto, había logrado ingresar a la Escuela Normal Superior.
De profundis
En 1829 comenzaron
las desgracias de Evaristo. Su padre había sido respetado como alcalde
de Bourg La Reine desde los Cien Días de Napoleón. Sólo
tenía una manía inocente, típica de su tiempo: escribir
sátiras dirigidas a sus opositores. Se vio envuelto en las polémicas
que enfrentaban a liberales y clericales y un cura realista lo difamó
haciendo circular octavillas apócrifas. El padre de Evaristo cayó
en la depresión y acabó por suicidarse. El entierro fue una batahola
con heridos y contusos.
Evaristo había perdido su principal apoyo. Profundamente herido, buscó
refugio en el activismo político. En 1830, cuando estalló la revolución
de julio, se unió a la Guardia Nacional y estuvo arengando al pueblo
en una barricada del Hotel de Ville. Acusó de cobardía al director
de la Escuela por haber impedido que sus alumnos ganaran la calle y fue expulsado.
La gran matemática Sophie Germain, preocupada por Evaristo, escribía:
“Ha sido expulsado de la escuela, no tiene dinero, su madre tiene muy poco,
y él continúa con el hábito del insulto. Dicen que se va
a volver completamente loco. Me temo que sea cierto”.
La victoria popular fue escamoteada por quienes menos habían participado
en ella, y las Cámaras terminaron por ofrecerle el trono a Luis Felipe
de Orléans. Una noche, los jóvenes republicanos estaban reunidos
en un restaurante de Belleville y Galois fue visto levantando su copa y empuñando
un cuchillo, mientras gritaba “¡Para Luis Felipe!”. El alboroto
no permitió escuchar el fin de la frase: “... si traiciona a la
patria”. Alejandro Dumas, que estaba en otra mesa, tuvo que huir por la
puerta trasera, mientras que el grupo de exaltados salió a la calle e
improvisó un baile, cantando consignas contrarias a la monarquía.
Evaristo fue detenido y condenado a un mes de prisión en la cárcel
de Santa Pelagia. Sin embargo, al año siguiente, salió a festejar
el 14 de julio vestido con el uniforme de la artillería, disuelta por
Luis Felipe. Esta vez, le dieron seis meses.
En la cárcel estuvo con los delincuentes comunes, que lo obligaban a
emborracharse y lo humillaban. Un día, alguien le disparó desde
la calle e hirió a otro preso. Cuando estalló una epidemia de
cólera, los presos fueron liberados, menos Evaristo, que fue enviado
a un sanatorio bajo vigilancia. Sus enemigos urdieron la forma de sacárselo
de encima y, como se diría en el barrio, “le hicieron la cama”.
Le enviaron a una tal Stéphanie que lo sedujo en el sanatorio, y en cuanto
los dos fueron sorprendidos apareció el novio celoso, que desafió
a Evaristo a un duelo: una buena manera de sacárselo de encima.
Para entonces, Evaristo se había quebrado. Sufría una profunda
depresión y escribía: “La ola putrefacta de un mundo podrido
ensucia mi corazón (...) ¡detesto al mundo!”. Una frase típica
de un adolescente romántico, que hoy se diría punk o dark, pero
que en labios de Galois era el fruto de una destrucción premeditada.
La noche antes del duelo, Evaristo tenía la certeza de que iba a morir.
Tomó papel y comenzó a escribir su prematuro testamento científico.
En esas hojas llenas de tachaduras puso sus últimas deducciones, que
no sólo resolvían el problema de las ecuaciones de quinto grado,
sino que también formulaban conceptos de enorme fecundidad, que otros
iban a desarrollar.
En esa febril escritura, mientras su mente lógica desgranaba sutiles
razonamientos, la angustia le recordaba que estaba al límite de su existencia.
Cada tanto, entre las fórmulas aparecían palabras sueltas: “Stéphanie”,
“una mujer”, “¡no tengo tiempo!”, “la vida se
extingue como un miserable cancán”...
También dejó una carta en la que pedía que Gauss y Jacobi
se expidieran sobre la validez de su trabajo. Durante una década fue
ignorado, hasta que Joseph Liouville lo descubrió y dio a conocer.
La bala de aquella madrugada apagó una mente que recién estaba
comenzando a dar frutos. La estupidez y el odio pudieron más que él
y nunca llegó a recibir ninguno de esos premios que otros obtienen con
menos esfuerzo.
El historiador de la matemática Eric Temple Bell le puso este epitafio:
“Las desgracias de Galois deberían ser conmemoradas en un monumento
siniestro erigido por todos los educadores seguros de sí mismos, por
todos los políticos inescrupulosos, y por todos los académicos
hinchados de su saber”.
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