Sáb 02.04.2005
futuro

Una mente...

En mayo de 1832 y en un duelo estúpido y vanidoso (como todos los duelos) fue muerto (asesinado en realidad) a los 21 años, el francés Evaristo Galois, una de las mentes más brillantes y gloriosas de la historia de las matemáticas. La noche anterior había redactado una larga carta a un amigo, donde exponía su pensamiento: en ella, el “elegido de los dioses”, como se dio en llamarlo, comparándolo con Mozart, sacudió para siempre el árbol matemático. Sus ecuaciones registradas en lo que sería su testamento, su obra magna, dieron frutos a lo largo de décadas y décadas, fortalecieron el desarrollo de toda la teoría de los grupos y las estructuras algebraicas, e impusieron nuevas maneras de abordaje y de pensamiento. Un viejo aforismo dice que “los elegidos de los dioses viven poco tiempo”. Galois lo ilustra perfectamente.

› Por Pablo Capanna


Por alguna extraña razón de la lógica castrense, los duelos y las batallas deben hacerse al alba. Quizá matar después del almuerzo sea indigesto, y de todos modos nadie tendría apetito estando en peligro de muerte. Aquella mañana de mayo, en un campo de las afueras de París, iba a realizarse un duelo. Era una de esas ordalías donde dos caballeros podían lavar su honor de un tiro de pistola, según esa suerte de teología darwiniana que le daba la razón a quien tuviera mejor puntería. La claridad de un amanecer de primavera apenas comenzaba a dibujar la silueta de los cipreses, que se erguían como negras lanzas en el linde del campo de honor cuando llegaron los duelistas.
El primero fue el caballero Pescheux d’Herbinville, hombre maduro que venía acompañado por sus padrinos. Era uno de los mejores tiradores de Francia, lo cual hacía que el duelo se pareciera sospechosamente a una ejecución.
Luego llegó el contrincante. Era un jovencito esmirriado con una gran cabeza de huevo y un ridículo jopo; sus profundas ojeras daban cuenta de una noche pasada en vela, y estaba muy pálido.
Los padrinos entregaron las armas, alineadas como bisturís sobre una almohadilla de pana, y pregonaron las reglas. Los duelistas comenzaron a caminar, de espaldas, los 25 pasos reglamentarios.
El tiro del jovencito fue a parar a la copa de un ciprés, pero la bala del caballero se incrustó en su estómago. El caballero se puso la levita, subió a su carruaje y se fue a festejar con sus amigos. A pesar de los reglamentos, no había médico. El muchacho quedó tirado en el campo y estuvo todo el día desangrándose. Al atardecer llegó su hermano, que acababa de enterarse del duelo. Lo llevaron al hospital, pero la peritonitis fue incontenible y murió al día siguiente.
Una sórdida intriga política, disfrazada de drama pasional, acababa de llevarse una de las mentes más brillantes que haya dado la historia de las matemáticas. Se llamaba Evaristo Galois, tenía veintiún años y para nosotros sería un adolescente. La noche anterior había garabateado unas notas que pasarían a la historia de la ciencia, y hasta unos versos premonitorios: “El eterno ciprés me rodea/ Más pálido que el pálido otoño/ Me inclino hacia la tumba”.

Tiempos dificiles
El cerebro privilegiado de Evaristo Galois (1811-1832), que se apagaba de modo tan violento y estúpido, había comenzado a pensar en un pueblo de los alrededores de París y había sufrido todos los avatares de una época políticamente difícil: (¿las habrá fáciles?) la Restauración.
Obligado a abdicar, Napoleón estaba confinado en la isla de Elba. La Revolución había terminado por proclamar un emperador y ahora Francia volvía a la monarquía con Luis XVIII. El nuevo rey, como si no hubiera pasado nada, iniciaba sus edictos con la frase “en el año diecisiete de mi reinado...”
Cuando Napoleón se fugó de la isla toscana y volvió a París en triunfo, era bastante más “republicano” que antes, pero sólo alcanzó a gobernar cien días. La derrota en Waterloo lo recluyó para siempre en Santa Elena. En esos tres meses, Nicolás Galois, el padre de Evaristo, fue elegido alcalde de su pueblo. Tan bien lo hizo que aun con el retorno de la monarquía le pidieron que se quedara. Cuando Evaristo tenía doce años, ganó una beca y se fue a París a estudiar al Liceo Louis Le Grand. Luis XVIII fue proclamado monarca constitucional en 1821 y se rodeó de los elementos más reaccionarios. Después de la Diosa Razón, venía el clericalismo: la “alianza del Trono y el Altar”. Los católicos democráticos, que seguían a Lamennais, recién aparecerían hacia 1830.
Las cosas se agravaron con la llegada de Carlos X, el otro hermano de Luis XVI, que asumió con un ritual tan anacrónico como ridículo: se hizo consagrar en la Catedral de Reims con el (falso) óleo de Clodoveo y la (falsa) espada de Carlomagno. Promulgó una ley que permitía a los ricos votar dos veces, impuso una rígida censura a los diarios, anuló las elecciones que no lo favorecían, clausuró algunas facultades y escuelas y entregó al clero el control de las universidades.
Cuando Evaristo estaba en el Liceo se rumoreó que éste volvería a manos de los jesuitas. Hubo agitación y el director, un ferviente realista, expulsó a más de un centenar de alumnos que se negaron a brindar por el rey.

Locura matemática
Evaristo era muy chico para participar de las luchas estudiantiles, pero ya discutía de política. Hasta que cumplió los dieciséis años no tuvo cursos de matemática, pero a los trece leyó la Geometría de Legendre y quedó fascinado. Se precipitó sobre el álgebra, pero el libro que le ofrecieron no lo conformó, de manera que prefirió leer directamente a Lagrange.
Los informes de sus profesores decían: “es dulce, lleno de candor y de buenas cualidades, pero hay algo raro en él”. Otro decía que no era travieso sino razonador y original. Un tercero escribía: “Hay algo oculto en su carácter. Afecta ambición y originalidad. Odia perder el tiempo en redactar los deberes literarios”. El más explícito era el profesor Vernier: “sólo se interesa por los estratos más altos de la matemática. La locura matemática lo domina. Aquí pierde el tiempo; todo lo que hace es atormentar a sus profesores y atormentarse a sí mismo”.
Expulsado del Liceo tras su primera intervención política, Galois siguió siendo amigo de Vernier, quien se esforzaba en inculcarle algo de método. Sin embargo, su “locura matemática” no era tan aguda como se decía, ni su mente tan unilateral. Evaristo leía mucho más sobre literatura y arte que cualquier adolescente de hoy. Cuando quiso ingresar a la Escuela Normal Superior, el examinador informó que “no sabía nada de literatura” y puso en duda que tuviese predisposición para las matemáticas, como decían sus colegas.
Pero Evaristo leía a los autores que hoy llamamos románticos, como Lamartine y Victor Hugo, y no se interesaba por los clásicos. Asistía a las reuniones del Cenáculo de Hugo y seguramente el 25 de febrero de 1830 estuvo presente en la famosa “batalla de Hernani”, donde nació el romanticismo. Ese día se estrenaba el drama de Hugo, que violaba las reglas aristotélicas de tiempo, lugar y acción, y mezclaba alegremente la tragedia con la comedia. El estreno fue una verdadera batalla campal en la cual forcejearon clásicos y románticos, y sobrevino cuando Galois acababa de ingresar a la Escuela Normal.
Las polémicas artísticas y literarias de entonces estaban estrechamente vinculadas con la política. En pintura, Galois ya había tomado partido por Delacroix contra el académico Ingrès. Delacroix luego pintaría el famoso cuadro La Libertad guiando al pueblo, que celebraba las barricadas de julio de 1830.
El joven Galois ya era un decidido militante liberal: odiaba a los bonapartistas y a los partidarios de la Restauración, que respaldaban a Carlos X.

Un chico dificil
En 1827 Galois se presentó al examen de ingreso de la famosa Escuela Politécnica, donde enseñaban las luminarias científicas de su tiempo. Fue rechazado, porque los profesores lo encontraron demasiado heterodoxo. Hacía cálculos mentales que no se dignaba poner por escrito, con lo cual dejaba a todos perplejos.
Volvió a presentarse al año siguiente, pero cuando se vio perdido discutió con los examinadores, se negó a responder una pregunta que consideraba “estúpida”, le tiró un borrador a la cabeza del profesor Dinet y se marchó dando un portazo. El clima reinante en la Politécnica se había espesado con los cambios políticos, y Galois era mal visto no tanto por su heterodoxia matemática sino por su militancia republicana.
Como suele ocurrir, a la caída de Napoleón, Monge (el padre de la geometría descriptiva) fue echado y la cátedra la ocupó Cauchy. Pero a la caída de Carlos X en 1830, fue Cauchy quien se tuvo que ir, y volvió Monge. Cauchy era un realista borbónico y un sectario religioso. Ya había escamoteado un valioso trabajo de otro joven genial, el noruego Abel, cuando Galois le presentó los suyos. Evaristo tenía diecisiete años y ya tenía una publicación.
No está claro quién fue el responsable, pero el hecho es que el artículo que Galois le entregó a Cauchy se traspapeló y se perdió para siempre. Parecía evidente que lo estaban discriminando por sus ideas políticas. Galois estaba preocupado por demostrar en qué caso son válidas las ecuaciones de quinto grado. De hecho, existían recetas para averiguarlo, por lo menos para las cúbicas y las cuárticas. Pero si las recetas pueden ser utilísimas en manos de quienes hacen ciencia aplicada, un matemático no descansará hasta encontrar la demostración lógica. Galois presentó dos trabajos; si bien no resolvía el problema de las ecuaciones de quinto grado, daba importantes pasos para lograrlo. El propio Cauchy juzgó sus trabajos merecedores del Premio Nacional de la Academia de Ciencias, con la única condición de que los unificara.
Galois preparó una nueva demostración y se la entregó a Joseph Fourier. Cuando se conocieron los resultados, Galois no estaba entre los ganadores porque Fourier se había “olvidado” de inscribirlo. Mientras tanto, había logrado ingresar a la Escuela Normal Superior.

De profundis
En 1829 comenzaron las desgracias de Evaristo. Su padre había sido respetado como alcalde de Bourg La Reine desde los Cien Días de Napoleón. Sólo tenía una manía inocente, típica de su tiempo: escribir sátiras dirigidas a sus opositores. Se vio envuelto en las polémicas que enfrentaban a liberales y clericales y un cura realista lo difamó haciendo circular octavillas apócrifas. El padre de Evaristo cayó en la depresión y acabó por suicidarse. El entierro fue una batahola con heridos y contusos.
Evaristo había perdido su principal apoyo. Profundamente herido, buscó refugio en el activismo político. En 1830, cuando estalló la revolución de julio, se unió a la Guardia Nacional y estuvo arengando al pueblo en una barricada del Hotel de Ville. Acusó de cobardía al director de la Escuela por haber impedido que sus alumnos ganaran la calle y fue expulsado.
La gran matemática Sophie Germain, preocupada por Evaristo, escribía: “Ha sido expulsado de la escuela, no tiene dinero, su madre tiene muy poco, y él continúa con el hábito del insulto. Dicen que se va a volver completamente loco. Me temo que sea cierto”.
La victoria popular fue escamoteada por quienes menos habían participado en ella, y las Cámaras terminaron por ofrecerle el trono a Luis Felipe de Orléans. Una noche, los jóvenes republicanos estaban reunidos en un restaurante de Belleville y Galois fue visto levantando su copa y empuñando un cuchillo, mientras gritaba “¡Para Luis Felipe!”. El alboroto no permitió escuchar el fin de la frase: “... si traiciona a la patria”. Alejandro Dumas, que estaba en otra mesa, tuvo que huir por la puerta trasera, mientras que el grupo de exaltados salió a la calle e improvisó un baile, cantando consignas contrarias a la monarquía.
Evaristo fue detenido y condenado a un mes de prisión en la cárcel de Santa Pelagia. Sin embargo, al año siguiente, salió a festejar el 14 de julio vestido con el uniforme de la artillería, disuelta por Luis Felipe. Esta vez, le dieron seis meses.
En la cárcel estuvo con los delincuentes comunes, que lo obligaban a emborracharse y lo humillaban. Un día, alguien le disparó desde la calle e hirió a otro preso. Cuando estalló una epidemia de cólera, los presos fueron liberados, menos Evaristo, que fue enviado a un sanatorio bajo vigilancia. Sus enemigos urdieron la forma de sacárselo de encima y, como se diría en el barrio, “le hicieron la cama”. Le enviaron a una tal Stéphanie que lo sedujo en el sanatorio, y en cuanto los dos fueron sorprendidos apareció el novio celoso, que desafió a Evaristo a un duelo: una buena manera de sacárselo de encima.
Para entonces, Evaristo se había quebrado. Sufría una profunda depresión y escribía: “La ola putrefacta de un mundo podrido ensucia mi corazón (...) ¡detesto al mundo!”. Una frase típica de un adolescente romántico, que hoy se diría punk o dark, pero que en labios de Galois era el fruto de una destrucción premeditada.
La noche antes del duelo, Evaristo tenía la certeza de que iba a morir. Tomó papel y comenzó a escribir su prematuro testamento científico. En esas hojas llenas de tachaduras puso sus últimas deducciones, que no sólo resolvían el problema de las ecuaciones de quinto grado, sino que también formulaban conceptos de enorme fecundidad, que otros iban a desarrollar.
En esa febril escritura, mientras su mente lógica desgranaba sutiles razonamientos, la angustia le recordaba que estaba al límite de su existencia. Cada tanto, entre las fórmulas aparecían palabras sueltas: “Stéphanie”, “una mujer”, “¡no tengo tiempo!”, “la vida se extingue como un miserable cancán”...
También dejó una carta en la que pedía que Gauss y Jacobi se expidieran sobre la validez de su trabajo. Durante una década fue ignorado, hasta que Joseph Liouville lo descubrió y dio a conocer.
La bala de aquella madrugada apagó una mente que recién estaba comenzando a dar frutos. La estupidez y el odio pudieron más que él y nunca llegó a recibir ninguno de esos premios que otros obtienen con menos esfuerzo.
El historiador de la matemática Eric Temple Bell le puso este epitafio: “Las desgracias de Galois deberían ser conmemoradas en un monumento siniestro erigido por todos los educadores seguros de sí mismos, por todos los políticos inescrupulosos, y por todos los académicos hinchados de su saber”.

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