BIOINFORMATICA: INTERNET Y SUS “LEYES NATURALES”
Arquitectura de la complejidad
› Por Federico Kukso
Un cerebro o un árbol: a la hora de describir Internet en términos mundanos, aprehensibles y hasta imaginablemente palpables, el truco parece estar en recurrir a lo biológico. Se la vendió primero como una autopista con rutas que conducían a más calles, cuando en realidad la construcción edilicia que mejor le sentaba era la del laberinto: en la red nunca hay destino final, sino un continuo circular, un salto acelerado de sitio en sitio únicamente interrumpido por el hartazgo, el tedio y la presión del botón de “off” de la computadora.
Como un espasmo, los caminos pasaron a ser reemplazados por venas y arterias que se abren como un abanico a más vasos sanguíneos que dejan paso a la sangre (en el caso de la web, la información), líquido vital para mantener al organismo (la sociedad) oxigenado y garantizarle movimiento.
No es casual, entonces, que los pocos biólogos que la descubren como un campo fértil de estudio –en vez de dejarla relegada al rol esclavo de artefacto expendedor de información– se atrevan a decir sin espantarse que la web evoluciona, crece, a un tempo voraz con procesos de selección (artificial, eso sí) al ritmo de lo que parecen ser reglas naturales muy similares a las que moldean los ecosistemas, las redes sociales y el silencioso ajetreo del metabolismo dentro de una célula.
Su historia, al lado de los eones y eones que lleva naciendo y muriendo la vida en el planeta, es minúscula, efímera, por no decir (casi) nula. Son 35 años de aniquilación de las distancias y de construcción de un nuevo espacio –el virtual–, si bien el protocolo, el lenguaje –por así decirlo–, que hizo germinar la web fue creado recién en 1990 y permitió que este invento militar fuera blanqueado.
Lo poco de ella que deja abierta a los sentidos la hace más atractiva y misteriosa. La estructura de la web, su topología, sin embargo, está ahí, detrás de los rayos catódicos del monitor que bombardea con textos, fotos y la molesta publicidad in fraganti, creciendo y mutando. La forma que toma hoy la web no es 100 por ciento igual a la de ayer. Con sus 800 millones y pico de documentos, esta criatura es caprichosa y única pues no sigue en su crecimiento diario las tendencias dictadas por los modelos matemáticos de redes libradas al azar. En cambio, sí exhibe un orden similar al encontrado en los campos magnéticos, las galaxias y el desarrollo de las plantas. Al fin y al cabo, la web es un mundo en miniatura donde los oasis de información están más cerca de lo que se piensa (el físico norteamericano Albert Laszlo Barabasi calculó que 19 “clicks” separan dos sitios de la red tomados al azar).
Con la misma velocidad con que se disemina la desesperación en los internautas (falta de atención en la lectura, y movimiento hiperkinético constante), su estructura adquiere un nuevo estadío de monstruosidad. ¿Hasta cuándo? ¿Cuánto? El rumor dice que si bien el crecimiento de la web es exponencial, algún día la bestia se estabilizará y gozará de calma. Es entendible: día a día mueren más sitios de los que nacen, por lo que pronto los cementerios de páginas web se volverán una atracción más en el parque tecnológico del mundo plagado de computadoras despedazadas e inservibles, condenadas simplemente a permanecer.
Por donde se mire, hay redes en todos lados. Una misma forma que se repite inacabadamente y le brinda orden a un caos burbujeante de millones de inquietos elementos que se entrelazan unos con otros para hacer surgir una bestia aún mayor: los átomos se unen en moléculas, las moléculas en macromoléculas y éstas en células que se vuelven músculos, neuronas, huesos, pelos, humanos, familias, amigos, clubes, ciudades, países, el mundo, el sistema solar, la galaxia, y así...
Los sistemas complejos, como la web, esconden una red intrincada de elementos. Si la vida es una maraña imbricada de moléculas encerradas dentro de células, Internet es un complejo rizoma de computadoras conectadas por cables. Desanudar tantas conexiones (eléctricas, virtuales, sociales), tal vez sea, entonces, otra forma de hacer lo mismo de siempre: volver simple lo complejo y lo simple aún más simple.
No bien comenzaron a adentrarse en el mundillo de las redes y sus caprichos, los científicos se llevaron más de una sorpresa. En la naturaleza, por ejemplo, la analogía es la forma del discurso más corriente: las dinámicas que balancean la web no son muy diferentes de la dinámica de las redes sociales o de las redes químicas dentro de las células. Y para colmo de males, lo que se consideraba el reinado supremo del azar no era tal sino que existe una imperiosa tendencia al orden y a caer en patrones que se repiten una y otra vez. Por eso sea que bajo tanto grito anárquico gobiernen reglas (¿leyes?) comunes a todas las modalidades de redes.
En su transcurrir la web evoluciona, cambia, desecha partes, jerarquiza otras, para hacerse más robusta. Sólo los “nodos” más fuertes sobreviven. Una cosa es clara: la web, una de las invenciones menos predichas por la literatura de anticipación tiene más en común con una célula y un sistema ecológico que con un artefacto tan reluciente como una heladera o un reloj suizo. Valga entonces la advertencia: el monstruo se escapó de su jaula y no hay tecla que la haga volver atrás.