Sáb 09.04.2005
futuro

Camino...

› Por Mariano Ribas


El desafío es intelectualmente irresistible: enfrentar los más profundos enigmas de la existencia. Desde siempre, ése ha sido el motor de la astronomía. Una ciencia que nació en el mismo momento en que alguien, por primera vez, y quién sabe cuándo o dónde, levantó la vista al cielo con mirada curiosa y temeraria. Durante los últimos siglos, y a fuerza de inteligencia y astucia, la especie humana ha logrado acercarse a las extraordinarias leyes y mecanismos que se esconden dentro de la maquinaria del universo. La misma maquinaria que, entre otras cosas, permitió nuestra fortuita aparición. Ahora sabemos que el lugar donde vivimos es un minúsculo mundo de roca y metal, que forma parte de un modesto sistema planetario, perdido a su vez en los arrabales de una galaxia cuyas dimensiones se nos escapan conceptualmente, pero que casi no cuenta en un mar de espacio prácticamente vacío, y que sólo está salpicado, muy de tanto en tanto, por miles de millones de galaxias.
También sabemos que, casi con seguridad, todo –pero absolutamente todo– comenzó hace unos 14 mil millones de años, con el “estallido” de algo infinitamente denso y caliente. Y que, desde entonces, el cosmos no ha hecho otra cosa que crecer sin parar. No está mal, pero todavía falta mucho: en esta edición de Futuro, vamos a acercarnos a algunas de las cuestiones centrales que, de la mano de nuevas técnicas e instrumentos, alimentarán la llama de la astronomía durante las próximas décadas.

PROXIMO DESTINO: EL SISTEMA SOLAR
Nuestro repaso por la futura agenda astronómica irá de menor a mayor. Comencemos, entonces, por las cuestiones más domésticas: sin dudas, estamos viviendo una de las etapas más interesantes de la exploración del Sistema Solar. Sin ir más lejos, hace más de un año que los exploradores robot Spirit y Opportunity (NASA) vienen recorriendo varios kilómetros en la superficie de Marte. Y en todo este tiempo, estos infatigables prodigios científicos han transmitido a la Tierra pilas de imágenes del paisaje marciano (que podemos encontrar ahora mismo en Internet), y cosechando múltiples evidencias geológicas que delatan la presencia de agua líquida en el remoto pasado del planeta rojo. Mientras tanto, a cientos de kilómetros de altura del suelo marciano, el Mars Global Surveyor, el Mars Oddyssey (ambos de la NASA) y el Mars Express (de la ESA, la Agencia Espacial Europea) siguen escudriñando desde lo alto cada rincón del planeta, con instrumentos de precisión casi quirúrgica. Así, por ejemplo, la nave europea ha detectado apreciables cantidades de metano en la atmósfera de Marte, un gas que podría –sólo podría– ser la señal metabólica de bacterias marcianas. Todo un tema. Mucho más lejos, en el imperio anillado de Saturno, la sonda estadounidense Cassini sigue (y seguirá) haciendo de las suyas, luego de haber despachado, en enero, a su socia europea, la Huygens, hasta la superficie de Titán, la mayor luna del sexto planeta. Recientemente, Cassini ha descubierto que Encelado, otro satélite de Saturno, tiene una fina atmósfera de vapor de agua. Y mientras todo esto ocurre, otra máquina no tripulada, la sonda “Messenger” (“Mensajero”) continúa con su largo y complicado derrotero interplanetario que, finalmente, la colocará en órbita de Mercurio en 2011.
Afortunadamente, toda esta fiebre de exploración planetaria no hará otra cosa que acentuarse en el futuro cercano. La agenda a corto plazo de la NASA incluye una misión a Venus, y otra a Europa, la enigmática luna de Júpiter que esconde un océano de agua líquida por debajo de su corteza helada. Y si todo marcha bien, el año que viene despegaría la tan esperada “New Horizons”, una nave que, hacia 2016, visitaría por primera vez a Plutón, el único planeta que jamás hemos visto de cerca. Varios cometas yasteroides también recibirán visitas, e incluso, se desarrollarán programas de defensa ante posibles impactos contra la Tierra. Y por supuesto, las misiones a Marte continuarán, y serán cada vez más habituales y complejas. Durante las próximas dos décadas, y con intervalos de dos años, la NASA, la ESA, y probablemente también rusos, chinos y japoneses, enviarán nuevas sondas que se colocarán en órbita del planeta, y más vehículos de superficie, que serán más “inteligentes” que Spirit y Opportunity.
Como broche de oro de toda esta avanzada marciana, es muy probable que hacia fines de la década de 2020, se produzca el tan ansiado desembarco del hombre en Marte. Será una fabulosa empresa multinacional, y marcará un hito extraordinario en la historia de la humanidad, una hazaña que recordarán generaciones y generaciones durante los próximos siglos.

EN LA MIRA
La búsqueda de planetas alrededor de otras estrellas es, por lejos, uno de los temas más calientes de la astronomía moderna. Hoy en día, la lista de planetas extrasolares conocidos ya supera los 160 ejemplares. E incluye soles con 2, 3 y hasta 4 acompañantes conocidos (tal el caso de las estrellas 55 Cancri y Upsilon Andromedae). Y salvo dos o tres casos (como los recientemente detectados por el Telescopio Espacial Spitzer, y el VLT, el monstruo europeo instalado al norte de Chile), todos los demás nunca han sido observados directamente (cosa prácticamente imposible, debido al efecto cegador de sus estrellas), sino que su presencia ha sido inferida a partir del ligerísimo “bamboleo” que cada uno de ellos provoca gravitacionalmente en sus soles. Al parecer, serían inmensos mundos gaseosos, y la mayoría tendría varias veces la masa de nuestro Júpiter (cosa que hace fácil su detección). Otro dato que llama mucho la atención es que un tercio de ellos se ubica extremadamente cerca de sus estrellas (en órbitas mucho más chicas que las de Mercurio), tardando apenas unos días en dar una vuelta a su alrededor. En suma: mundos enormes en órbitas muy apretadas, algo completamente distinto a lo que ocurre en el Sistema Solar.
Hasta ahora, la pesquisa de planetas extrasolares sólo está reservada a algunos de los telescopios más grandes de la Tierra, como los famosos gemelos Keck I y II, en Hawai (dos colosos óptico-mecánicos de 400 toneladas, equipados con espejos de 10 metros de diámetro). Pero en los años por venir, se sumarán nuevos aparatos, cada vez más sofisticados. Su principal objetivo, obviamente, será observar planetas en forma directa, y muy especialmente, encontrar aquellos más pequeños, al estilo de la Tierra o Marte (algo que todavía no se ha logrado). Y de ser posible, también, analizar espectroscópicamente su luz, para deducir sus características y la posible presencia de atmósferas. En síntesis: buscar mundos aptos para la vida.
Una de las claves de la estrategia a seguir, será observar especialmente en el rango del infrarrojo, donde, dada su temperatura, estos planetas serían más brillantes y fáciles de detectar que en luz visible. Y una de las principales herramientas en esta aventura de descubrimiento será el sucesor del veterano Hubble: el “New Generation Space Telescope” (Telescopio Espacial de Nueva Generación), también conocido como NGST, su sigla en inglés. Este súper ojo, del tamaño de un pequeño edificio y equipado con un espejo de 6 metros de diámetro, sería lanzado por la agencia espacial estadounidense en 2011. Y no sólo podría encontrar pequeños planetas, sino también sistemas enteros en pleno proceso de formación. En la misma dirección marchan otros proyectos que irán concretándose de aquí a una o dos décadas. Por lejos, el más ambicioso y prometedor es el “Terrestrial Planet Finder” (Buscador de Planetas Terrestres), o TPF, una red de 4 telescopios espaciales, de 3,5 metros dediámetro, que se ubicarían en el espacio, a cientos de metros uno de otro. Sumando su capacidad colectora de luz, y fundamentalmente su resolución angular, este cuarteto de la NASA podría fotografiar, sin ningún problema, planetas del tamaño de la Tierra en cualquier estrella ubicada en un radio de 50 años luz.

TAN ESQUIVO COMO UN AGUJERO NEGRO
Como no podía ser de otra manera, los agujeros negros son otro de los puntos cruciales para la astronomía por venir. Una de las predicciones más impresionantes de la Teoría General de la Relatividad es que podrían existir objetos tan pesados, densos y compactos, que la intensidad de su campo gravitatorio impediría, incluso, el “escape” de la luz. Y bien, existen, y por lo antes dicho se llaman así. Los agujeros negros “clásicos” se forman luego del colapso gravitatorio que sufren las estrellas muy masivas al final de sus vidas: luego de estallar como supernovas, sus pesadísimos núcleos quedan comprimidos en un volumen irrisorio. Así nacen estas criaturas. Por definición, estas cosas no pueden observarse, y la única manera de detectarlos es prestando atención a los efectos gravitacionales que producen en su poco feliz entorno. Los casos más emblemáticos son aquellos donde una estrella bien visible es “tironeada” de aquí para allá por algo que no se ve. Otras veces, lo que se detecta es una descomunal emisión de rayos X y rayos gamma (las radiaciones más energéticas de la naturaleza), y que son el resultado de un terrible acto de canibalismo estelar: la impiadosa gravedad del agujero negro le arranca continuamente materia a una estrella vecina, y esos gases robados se arremolinan alrededor de la bestia invisible, formando un disco ultracaliente (de donde proviene la radiación X y gamma) que termina cayendo en su interior.
Durante los últimos veinte años, y a partir de estos indicios, se han encontrado montones de agujeros negros desparramados en distintas partes de la Vía Láctea. E incluso, en su mismísimo corazón: a mediados de los `90, un grupo internacional de astrónomos descubrió, allí metido, un colosal agujero negro de 3 millones de masas solares. Este impresionante espécimen no parece ser el único. En realidad, grandes galaxias vecinas, como Andrómeda o Centauro A, esconden otros tan o más masivos. Pero el que se lleva todos los aplausos es el súper agujero negro de M 87, la descomunal galaxia elíptica que domina el gran Cúmulo de Virgo. Al parecer, ese objeto tendría 3000 millones de masas solares. No está del todo claro cómo se han formado estos descomunales engendros. Hay quienes piensan que surgieron muy temprano en la historia de las galaxias, a partir de la aparición de un agujero negro normal, que con el tiempo fue engordando gracias a la ingesta descontrolada de estrellas y masas de gas cercanas. O tal vez, a partir de la fusión de varios agujeros negros.
Para aclarar lo tantos, la NASA está considerando varios proyectos destinados a estudiar la formación y evolución de agujeros negros chicos, medianos y grandes. El “Observatorio Constelación X”, por ejemplo, será un equipo de cuatro telescopios espaciales de rayos X, que, combinados, tendrán una precisión admirable y una sensibilidad inédita a este tipo de radiación. Y estaría funcionando hacia fines de la década de 2010. Otro buscador de agujeros negros será el “Energetic X-Ray Imaging Survey Telescope”, un instrumento que se colocará dentro de unos años a bordo de la Estación Espacial Internacional. E incluso, también se está pensando en redes de antenas ultrasensibles, capaces de detectar las potentes ondas gravitatorias resultantes de la fusión de dos de estas criaturas. Por lo visto, el futuro asoma un poco más luminoso en materia de agujeros negros, lo que, por cierto, resulta paradójico.

HACIA EL AMANECER COSMICO
A partir de evidencias bastante confiables, como las obtenidas en los últimos años por el WMAP (un telescopio espacial de microondas que ha estudiado con lujo de detalles la radiación de fondo cósmico), los cosmólogos suponen que las primeras galaxias (y estrellas) del universo nacieron unos 200 millones de años después del Big Bang, es decir, hace unos 13.500 millones de años. Y justamente, llegar a observar esas estructuras pioneras será uno de los objetivos astronómicos más deseados. No olvidemos que cuanto más lejos miramos en el espacio, más atrás miramos en el tiempo. O sea: si podemos ver una galaxia que está a unos 13 mil millones de años luz de distancia, esa imagen (pálida y difusa) tendrá justamente esa antigüedad, porque ése es el tiempo que ha tardado su luz en llegar hasta aquí. Pero hay otro detalle a tener en cuenta: la expansión del universo ha “estirado” tanto la longitud de onda de los fotones provenientes de aquellas primeras galaxias, que, por ejemplo, la luz visible originalmente emitida ahora nos está llegando como luz infrarroja. No es raro, entonces, que uno de los principales instrumentos que se dedicará a tan alucinante tarea sea el NGST antes mencionado, especialmente ideado para observar el cosmos en luz infrarroja.
Pero el NGST contará con poderosos aliados terrestres, que analizarán en detalle la débil radiación que nos llega desde esas lejanísimas galaxias. Ya se habla de telescopios ópticos que dejarán en ridículo a los más grandes de la actualidad. Aparatos con espejos de 30, 50 y hasta 100 metros de diámetro, como el OWL, el coloso que sueñan construir, hacia mediados de este siglo, los visionarios astrónomos del ESO, el Observatorio Europeo del Sur. Así, por primera vez, la humanidad podrá asistir al amanecer del universo moderno.

ORIGEN Y DESTINO
Lo de “moderno” tiene que ver con la existencia de galaxias, porque hubo una época previa en las que esas islas de estrellas se gestaron: fue la “Edad Oscura”, un período que comenzó con la formación de los átomos (el proceso que desencadenó la emisión de la famosa “radiación de fondo”), unos 380 mil años después del Big Bang, y que finalizó unos 200 millones de años después, con las galaxias ya formadas a partir de la suma gravitatoria de enormes nubes gaseosas. Es justamente en esa fundamental ventana temporal donde se zambullirán los telescopios del futuro, con la esperanza de ver los desordenados ladrillos gaseosos que dieron forma a esas maravillas espiraladas, elípticas, anulares e irregulares que pueblan el universo desde entonces.
Uno de los descubrimientos científicos más sensacionales de los últimos tiempos ha sido la aparente aceleración en la expansión del universo, iniciada hace 13.700 millones de años con el Big Bang. Y la aparente responsable de semejante insolencia cósmica (hasta fines de los años ‘90, nadie esperaba que el universo acelerara, sino todo lo contrario) parece ser la llamada “energía oscura”, una misteriosa entidad que, en pocas palabras, podría definirse, precisamente, como el “lado oscuro de la fuerza de gravedad”; o una “antigravedad”. Otra oscura cuestión es la materia también llamada “oscura”, que parece superar a la materia “normal” en una relación de 5 a 1 o más, y que actúa como argamasa en la estructura de las galaxias y de los cúmulos galácticos. El punto es que conocer mejor las propiedades de estas oscuras entidades será fundamental para resolver una cuestión mayúscula: el destino del universo. ¿Habrá expansión eterna? ¿O todo terminará en una feroz contracción, el famoso Big Crunch? Por ahora, todo indica que la “poca” cantidad de materia (y en consecuencia, gravedad), sumada a la acción repulsiva de la energía oscura, desembocarán inevitablemente en un universo desbocado, que jamás detendrá su marcha, y será cada vez más grande, frío y oscuro, pura inmensidad en expansión. Detodos modos, todavía no hay grandes certezas, y serán necesarias varias décadas de mediciones, análisis y observaciones a cargo de instrumentos cada vez más agudos, aparatos que junto a la inteligencia humana, sumarán fuerzas para develar la suerte final de todo lo que existe.
El futuro de la astronomía luce sumamente prometedor. Durante las próximas décadas, seremos testigos de fabulosos progresos en el conocimiento del universo, a pequeña, mediana y gran escala: una verdadera revolución científica comienza a insinuarse por detrás del horizonte.

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