FICCIóN Y VIAJES EN EL TIEMPO
› Por Federico Kukso
Ciento diez años después de la publicación de La máquina del tiempo de H. G. Wells (un libro que desde 1895 no dejó de imprimirse), lo que se afianzó como un tema clásico devino en lugar común: junto a las travesías espaciales, las invasiones alienígenas y los robots sedientos de sangre y venganza, los viajes en el tiempo son los puntos neurálgicos –la mayoría de las veces secos y desgastados– de la literatura de anticipación. No es que la novela de Wells haya sido la primera obra en explotar el tema en la historia de la literatura: la preocupación puede rastrearse en los griegos con su interés ontológico por la eternidad y el eterno retorno, hasta en el filósofo-poeta del siglo XVI Angelus Silesius, quien pensaba que el río del tiempo podía ser suspendido con poderes mentales. Pero Wells recuperó el meollo científico del asunto y lo despegó del misticismo medieval.
En el cine, la apropiación temática es también recurrente. Se cuentan alrededor de 350 títulos y lo curioso es que casi siempre vienen en trilogías como Volver al Futuro, Terminator, El planeta de los simios, la secuela infinita de Viaje a las estrellas (con dos películas al respecto) y 12 Monos, que no tiene –por ahora– continuaciones, pero que igual está muy bien.
En cierto sentido, en el pensamiento futurista –constantemente empapado por la vetusta línea de transmisión del progreso indefinido– siempre cala hondo un impulso causalista, dudoso pero atractivo que diría más o menos así: “si la ciencia ficción sembró en la mente humana la posibilidad de viajar a la Luna y el ser humano luego ciertamente fue a la Luna, ¿no podría ocurrir algo parecido con el viaje en el tiempo y la construcción de una máquina proclive a conducir a tales travesías?”.
A primera vista, un universo con carta libre a los viajes en el tiempo sería familiarmente caótico e inestable y calamitoso para casinos e hipódromos: nietos matando a sus abuelos o enamorando a sus abuelas (¿incesto anacrónico?), ludópatas curioseando las carreras de caballos de mañana para apostarle al ganador, partidos de fútbol con resultados por todos conocidos, guerras con capitulaciones antes de tirar la primera bomba, victimarios sin víctimas. Nadie se esforzaría por nada, no habría héroes, ni perdedores ni vencidos, no habría holocaustos, presidentes asesinados, tomas de la Bastilla, genocidios armenios, Hiroshimas o Nagasakis. La historia no sería historia sino un mero y particular acontecer, un laboratorio de experimentación reformulado hasta el cansancio, en un discurrir monocorde, tedioso y chato hasta el momento cúlmine del último respiro y la palpitación final.
Desde el sentido común y con una montaña de ecuaciones a cuestas, Stephen Hawking descartó hace unos años la idea recordando a todo el mundo que las hordas de viajeros del futuro aún no desembarcaron y que jamás lo harán. Ergo, dice Hawking, el viaje del tiempo es imposible. De ahí a los miedos y elucubraciones conspirativas no hay mucho trecho: los creyentes (pues en este asunto temporal hay quienes abogan por un acto de fe) se defienden y contraatacan diciendo que, de hecho, los viajeros ya caminarían entre nosotros y, agazapados detrás de algún traje o dispositivo de invisibilidad, alteran cursos históricos para que la historia termine (si es que alguna vez lo hace) con final feliz. Pero sin memoria ni registro de las jugarretas en la masa inexistente de algo tan democrático, tan inasible como el tiempo.
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