ANTROGENEALOGIA: COMO BUSCAR ANCESTROS EN LOS GENES
› Por Federico Kukso
Hace 150 años una sola idea erizó los cabellos y pelucas de una sociedad acostumbrada al fijismo y a la quietud de las cosas: todos los organismos de este planeta se encuentran imbricados por relaciones de parentesco ni muy lábiles ni del todo distantes. Así, como un maelström, casi del día a la mañana el chimpancé más anónimo de Africa pasó de ser un ser inferior y lejano a codearse con la reina de Inglaterra o el mismísimo Papa en las agitadas ramas del árbol de la evolución. Una reacción de indignación no tardó en correr a través de la columna vertebral de clérigos y mojigatos, quienes temieron que el tejido social de por entonces, acomodado y desigual, se deshilvanara por uno de los hechos más comunes de la naturaleza. Con el tiempo, la idea fue ganando firmeza hasta perder su carga de tremendismo. Ahora se sabe que existe una identidad del 99,6 por ciento entre el hombre y el chimpancé, es más, los chimpancés difieren de los seres humanos sólo unas veinte veces más de lo que las personas difieren entre sí.
La puerta se había abierto y los fantasmas del origen, escapado: así, casi gateando, la genealogía como especialidad que busca incansablemente recomponer los eslabones de la cadena casi infinita de generaciones de seres humanos se hizo fuerte y se despegó a la fuerza de los grilletes de la religión y del mito. Reconstruir los pasos esenciales que condujeron al ser humano a un presente siempre en movimiento se volvió una necesidad imperiosa y latente en la constitución de la identidad.
La tarea, desde ya, no era (ni es) nada simple. La memoria es débil y los registros de antepasados antiquísimos se desvanecen como arena con el correr de los años. Se entiende, pues, por qué la inmensa mayoría de los antepasados humanos no tienen nombres ni rostros, ni manías ni hábitos conocidos. Se encuentran inmersos en la más impenetrable oscuridad del olvido.
Pero las esperanzas no se pierden. Y menos con la genética como aliada: poco a poco los antepasados comienzan a ser menos desconocidos, más palpables, gracias a los cientos de proyectos y firmas –serias y de las no tanto– que prometen, por ejemplo, mapear los orígenes genéticos de quien solicite sus servicios y develar de dónde vinieron y cómo eran sus antepasados remotos.
Para hacer más prestigiosos estos intentos de bucear en el pasado, sus promotores les endilgaron a todas las tentativas el nombre de “antrogenealogía” que mezcla, como su intrincado nombre lo indica, los métodos de dos ciencias consolidadas: la antropología y la genealogía para analizar al detalle, con la ayuda de la biología molecular, la historia genética que cada uno carga, oculta pero presente, en los laberintos más íntimos de los cromosomas y genes.
Allí está (casi) todo: los deslices románticos de los tatarabuelos, los rasgos predominantes de bisabuelos y el origen étnico de aquellas personas tan distantes en el tiempo que no existe palabra en el vocabulario para describir su posición en el árbol familiar. “Utilizando complejos algoritmos estadísticos, nuestro test –AncestryByDNA 2.0– determina con precisión a qué grupo biogeográfico de ancestros pertenece una persona; puede ser indoeuropeo, nativo americano, del este asiático o del Africa subsahariano”, explica el site de la empresa DNA Print (www.dnaprint.com). Por supuesto, nada es gratis en este asunto. Por apenas 180 libras esterlinas, los científicos de Oxford Ancestors rastrearán el linaje materno de una persona a partir del estudio del ADN mitocondrial que pasa casi sin alterarse de madre a hijo. El cerebro detrás de esta empresa es ni más ni menos que el inglés Bryan Sykes, quien hace cinco años demostró que todo europeo desciende de siete mujeres que vivieron hace 40 mil años, las “siete hijas de Eva”.
Otro rincón genético donde poner la lupa es en el cromosoma Y que, en vez de revelar el linaje materno –como lo hace el ADN mitocondrial–, esclarece el flanco paterno de la historia familiar (es entendible: este cromosoma sólo pasa de padres a hijos varones). Los científicos de Family Tree DNA (www.familytreedna.com), la compañía más grande y pionera en la genealogía genética, aseguran que si uno les da una muestra de su material genético (sólo basta hacerse un buche y raspar la zona traslingual con un hisopo) en apenas unas semanas extenderán el álbum familiar casi diez veces simplemente comparando pequeñísimas variaciones en el cromosoma Y con otros marcadores ubicados en sus bases de datos de secuencias genéticas (así también se pudo reconstruir la cadena de generaciones –alrededor de 120– que antecedieron a cierto grupos de judíos hasta la época de Aarón).
De eso se trata entonces: juntar algunas piezas del cuadro final y llenar con ramas y retratos el álbum familiar de lo humano. Al ritmo al que avanza este tipo de esfuerzos científicos, tal vez en las próximas décadas el curso entero de la primigenia historia de la especie se devele de una vez por todas. En este caso, sí: todo está en los genes.
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