BIOLOGIA: COMO ESPECIES YA EXTINTAS RESUCITAN SIN QUE MEDIE NINGUN MILAGRO
› Por Federico Kukso
Hace 2600 años, antes de que apareciera en escena el trío fantástico de la filosofía griega (Sócrates, Platón y Aristóteles), Parménides de Elea levantó los andamiajes de su edificio teórico sobre la base férrea de una sola frase: “Lo que es es y lo que no es no es”. Tan simple y rotundo fue el razonamiento de este hombre, maestro de Empédocles y Zenón, que muchos intentaron imitar su ardid. Infructuosamente, por cierto, pues desde entonces los resultados terminaron siendo algo menos que calamitosos. Ocurrió con la biología y luego más entrado el siglo XX con la ecología: implícitamente ambas ciencias siguieron con la misma frase-latiguillo que se actualiza con las progresivas desapariciones de especies animales y vegetales. Claro que se reformuló y el razonamiento quedó más o menos como “lo que se extinguió se extinguió y lo que no se extinguió no se extinguió”.
El fracaso de esta idea se confirma ahora que se sabe que ciertas especies pueden –aunque suene desopilante– resucitar, gracias a la biología molecular, casi exactamente como se supone que lo hace el ave Fénix. El pionero de este emprendimiento de tinte egipcio y bíblico es un tal Charles Kerfoot, biólogo de la Universidad Tecnológica de Michigan (Estados Unidos). Todo comenzó a principios de los noventa cuando Kerfoot y su equipo se trasladaron a Alemania para estudiar los restos de unos pequeños animalitos acuáticos conocidos como “zooplancton”, depositados en las laderas de un río. Y cuando creían que el trabajo iba a ser tedioso y monocorde, cayó la sorpresa: no todo el zooplancton antiguo estaba muerto; tampoco nadaban vivitos y coleando, pero al menos los huevos se encontraban bien conservados. Entonces, miles de ideas (“parquejurásicas”) comenzaron a llover en la cabeza de estos científicos desconcertados por cómo estos animalitos aún por nacer habían esquivado las garras del tiempo.
Antes de dejar volar su imaginación, Kerfoot hizo algo práctico: tamizó los sedimentos, guardó con mucho cuidado los huevitos de zooplancton y una vez en su laboratorio los hizo crecer en una incubadora. Y voilà: al cabo de unos días en los estanques de la Universidad Tecnológica de Michigan nadaban alegremente poblaciones de zooplancton de hace casi cien años de antigüedad. Kerfoot no sólo tenía ante sus ojos nuevas (viejas) especies sino una flamante rama o campo científico de su autoría. Y, para evitar trabalenguas y confusiones poco alegres, por suerte no dio muchas vueltas y bautizó todo esto como “resurrection ecology” o algo así como “ecología resurrectiva”.
Cuando pensó que su descubrimiento iba a terminar aterrizando en el inmenso baúl de las curiosidades científicas, se percató de que podía hacer mucho más. Así reintrodujo estos organismos a su ambiente original y estudió comparativamente los viejos con los nuevos bichitos para ver cuánto y cómo habían cambiado en cien años (casi nada en la larga historia de la lenta pero firme marcha de la evolución de las especies naturales en nuestro planeta).
No conforme con sus resultados, el biólogo volvió a actuar. Y recientemente anunció en la revista Limnología y Oceanografía que volvió a hacer lo mismo pero esta vez con un animalito llamado Daphnia retrocurva, parecido al camarón y cuyos restos, que datan de la década del 20, rescató de las orillas de lago Portage en el estado norteamericano de Michigan.Fue una oportunidad única para poner a prueba la llamada “hipótesis de la reina roja”. Formulada por Leigh Van Valen en 1973, ésta dice que en un sistema en constante evolución, a una especie animal no le basta con sólo estar. Los depredadores y sus presas deben evolucionar continuamente en respuesta a los cambios del otro o perecer en el intento. Y entonces, Kerfoot la puso a prueba: introdujo en un mismo hábitat a estas dos versiones de camarones (las viejas y las nuevas) y advirtió que los huevos más viejos de los camarones se transformaban en adultos con características pequeñamente diferentes. Algo había ocurrido: la evolución había metido su cola. Obviamente, ochenta años es un suspiro para hablar de diferencias a gran escala pero la “microevolución” de la Daphnia retrocurva es palpable y la hipótesis de la reina roja quedó confirmada.
Aunque no tenga mucho que ver en esto, la clonación también es protagonista en estas tramoyas biológicas. Como en la cuarta entrega de las películas Alien (Alien Resurrection, 1997) en la que un grupo de científicos mercenarios consigue clonar al extraterrestre y a la teniente Ripley (Sigourney Weaver) a partir de una gota de sangre recolectada antes de que la heroína de la saga se suicidase, ya hay científicos que experimentan una y otra vez para recrear a partir de una sola célula especies extinguidas. El lobo marsupial australiano, desaparecido en 1936, el mamut, el tigre de Tasmania, y el bongo (una rara especie de antílope), por ejemplo, son algunos de los animales que, si mejoran las técnicas de clonación, tal vez en un futuro no muy lejano abandonen el exilio de la extinción y reaparezcan para poblar las praderas africanas.
Como se ve, pues, con estos experimentos los biólogos tienen una oportunidad única de ver la evolución en acción, sin tener que enchastrarse las manos y las botas con polvo y barro buscando viejos esqueletos de antepasados hace bastante tiempo olvidados.
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