CAFE CIENTIFICO: NANOTECNOLOGIA
Hay mundos donde el cobre deja de parecer cobre y el oro de parecer oro. Hay mundos donde ni los metales ni los líquidos se comportan como se espera, mundos con leyes todavía por conocer, aprovechar y disfrutar. Muy abajo, donde reina lo muy pequeño, materiales e inteligencia humana se conjugan para construir maquinarias nuevas: es el reino del nanómetro, de la millonésima de milímetro, donde la nanotecnología intenta intervenir y construir castillos, no en el aire, sino en un espacio donde las moléculas de aire se vuelven visibles. Cruce de física, matemáticas y electrónica, esta ciencia aún en pañales las alinea en pos de un destino común: fabricar, dominar la mínima materia. Bienvenidos al mundo de lo nano, que todos habitamos pero nadie puede ver.
› Por Federico Kukso
Como el resto de los mortales, los científicos también caen rendidos ante la fuerza hipnótica y adictiva de las apuestas. Uno de los físicos más famosos en entrar al juego (y ofrecerlo) es Stephen Hawking, quien en 1997 desafió a su colega Kip Thorne (del Caltech de Estados Unidos) para que demostrase que su hipótesis (“los agujeros negros destruyen todo lo que absorben”) era falsa. Por desgracia –para Hawking, claro–, Thorne demostró que no sólo estas singularidades no devoran todo lo que se aproxima a su vecindario sino que también son capaces de expulsar materia y energía. Así, a Hawking no le quedó más que reconocer públicamente la derrota y pagar el monto de la apuesta (100 dólares).
Ningún matemático olvida tampoco los retos del Clay Mathematic Institute, y el suculento millón de dólares que ofrece esta institución para aquel (o aquella) que resuelva uno (o más, si quiere) de los “problemas matemáticos del milenio”. Hasta 1995 eran ocho, pero se redujeron a siete cuando finalmente el norteamericano Andrew Wiles demostró el teorema de Fermat y reclamó su premio y la fama.
Pese a ello, la apuesta más fuerte la hizo en 1959 el famoso físico Richard Feynman, quien en una conferencia alzó la voz y dijo: “Hay mucho lugar allá abajo” y desafió a los presentes para que hicieran un motor más pequeño que 8 mm3. Casi sin quererlo, Feynman abrió las puertas de lo (aún) desconocido y de allí salió expelido un nuevo campo científico, de dominios íntimos, liliputenses, vírgenes: habían nacido las nanociencias. Poco a poco, sus frutos y sueños invadieron el vocabulario cotidiano y los títulos de los subsidios científicos; cubrieron la superficie textual de las grandes revistas y hasta llegaron al último Café Científico –organizado por el Planetario Galileo Galilei– de la mano del químico Galo Soler Illia (investigador del Conicet, Comisión Nacional de Energía Atómica), quien introdujo a los presentes en las delicias de una tierra nueva: el nanomundo.
Galo Soler Illia: La nanotecnología es un campo tan interesante como desconocido, hasta para los propios especialistas. Y la gente todavía no se pone de acuerdo en qué es. Sabemos que al menos es un cruce entre química, física, biología, matemática, informática, electrónica..., etc., por lo cual es muy difícil establecer una frontera, una definición clara; así que no voy a dar una definición. Empiezo diciendo que trabajamos con cosas que son muy pequeñas.
Cuesta darse cuenta de las magnitudes con las que trabaja la gente metida en la nanotecnología. Usualmente estamos acostumbrados a nuestras distancias típicas, las de todos los días, que son las de un metro, más o menos, algo así como el largo de un brazo. La Tierra, en cambio, tiene en el orden de doce millones de metros de lado a lado. Más o menos 106 metros.
Como el resto de los mortales, los científicos también caen rendidos ante la fuerza hipnótica y adictiva de las apuestas. Uno de los físicos más famosos en entrar al juego (y ofrecerlo) es Stephen Hawking, quien en 1997 desafió a su colega Kip Thorne (del Caltech de Estados Unidos) para que demostrase que su hipótesis (“los agujeros negros destruyen todo lo que absorben”) era falsa. Por desgracia –para Hawking, claro–, Thorne demostró que no sólo estas singularidades no devoran todo lo que se aproxima a su vecindario sino que también son capaces de expulsar materia y energía. Así, a Hawking no le quedó más que reconocer públicamente la derrota y pagar el monto de la apuesta (100 dólares).
Ningún matemático olvida tampoco los retos del Clay Mathematic Institute, y el suculento millón de dólares que ofrece esta institución para aquel (o aquella) que resuelva uno (o más, si quiere) de los “problemas matemáticos del milenio”. Hasta 1995 eran ocho, pero se redujeron a siete cuando finalmente el norteamericano Andrew Wiles demostró el teorema de Fermat y reclamó su premio y la fama.
Pese a ello, la apuesta más fuerte la hizo en 1959 el famoso físico Richard Feynman, quien en una conferencia alzó la voz y dijo: “Hay mucho lugar allá abajo” y desafió a los presentes para que hicieran un motor más pequeño que 8 mm3. Casi sin quererlo, Feynman abrió las puertas de lo (aún) desconocido y de allí salió expelido un nuevo campo científico, de dominios íntimos, liliputenses, vírgenes: habían nacido las nanociencias. Poco a poco, sus frutos y sueños invadieron el vocabulario cotidiano y los títulos de los subsidios científicos; cubrieron la superficie textual de las grandes revistas y hasta llegaron al último Café Científico –organizado por el Planetario Galileo Galilei– de la mano del químico Galo Soler Illia (investigador del Conicet, Comisión Nacional de Energía Atómica), quien introdujo a los presentes en las delicias de una tierra nueva: el nanomundo.
Galo Soler Illia: La nanotecnología es un campo tan interesante como desconocido, hasta para los propios especialistas. Y la gente todavía no se pone de acuerdo en qué es. Sabemos que al menos es un cruce entre química, física, biología, matemática, informática, electrónica..., etc., por lo cual es muy difícil establecer una frontera, una definición clara; así que no voy a dar una definición. Empiezo diciendo que trabajamos con cosas que son muy pequeñas.
Cuesta darse cuenta de las magnitudes con las que trabaja la gente metida en la nanotecnología. Usualmente estamos acostumbrados a nuestras distancias típicas, las de todos los días, que son las de un metro, más o menos, algo así como el largo de un brazo. La Tierra, en cambio, tiene en el orden de doce millones de metros de lado a lado. Más o menos 106 metros.
Si pusiéramos 80 Tierras una al lado del otro, son mil millones de veces más grandes que nosotros (109).
Ahora vayamos para el otro lado: los objetos con los que nosotros trabajamos son muy pequeños; son mil millones de veces más chicos que nosotros. Un rulemán mide en el orden del milímetro; un alga microscópica mide alrededor de una millonésima de metro (un micrón); y un virus mide una mil millonésima de metro (el famoso –para nosotros– “nanómetro”). De eso, pues, trata la nanotecnología: de manejar objetos del tamaño de un nanómetro. Es como si un gigante que midiese 80 a 100 veces el tamaño de la Tierra tratase de manejarnos a nosotros, los humanos, con suma precisión. Roguemos que sus deditos sean precisos y no nos aplaste. Así que éste es nuestro desafío: tener dedos muy finos y muy hábiles como para manejar la materia a muy pequeña escala.
Pero hay otra escala muy importante: la escala de fuerzas que actúan. Y son distintas a las fuerzas que actúan en nuestra vida todos los días, seres grandes, seres macroscópicos, métricos. Las nuestras son fuerzas como la gravedad, la fricción; nosotros nos caemos, se nos caen pianos en la cabeza; podemos caminar porque rozamos nuestros pies contra el piso; son fuerzas grandes. Cuando nos vamos haciendo cada vez más chicos, más parecidos a moléculas, a átomos (fíjense que un átomo es una décima de un nanómetro, más o menos), ya estamos en un universo donde la gravedad no importa, donde las cosas no pesan casi nada.
Además, los átomos se ven ellos mismos como campos. Una molécula atrae a otra y son como pequeños imanes que se reconocen, se miran; hay fuerzas entre los átomos que hacen que se pegoteen entre sí o se desunan; los átomos viven efímeramente.
Podríamos decir que la nanotecnología más primitiva consistió en hacer cabezas de alfiler, de uno o dos milímetros. Si vamos más abajo, hacia el micrómetro, hacia la milésima de milímetro, ya podemos hacer máquinas con engranajes bastante complicados. Todo esto es lo que se llama “microtecnología” y está presente en los microprocesadores de las computadoras. La gente quiere hacer micromáquinas: el reloj más pequeño, el motor más pequeño, la máquina de vapor más pequeña, una serie de aparatos que son clásicos. La gente busca recrear el mundo macroscópico en una escala pequeña. Fíjense: es una diferencia conceptual muy importante porque estamos recreando el colectivo en escala pequeña. Esta simulación de la realidad en la escala de la milésima del milímetro –chiquito pero no tanto– es todavía nuestra realidad mecánica: las cosas giran, hay engranajes, hay cosas mecánicas, hay rozamiento, pero no es el verdadero “nanomundo”, es la milésima de milímetro; no es la millonésima de milímetro que es la medida del verdadero “mundo nano”; allí las propiedades cambian. Las leyes son nefastas, son terribles, diferentes. Y en este mundo nano las cosas se comportan de manera bastante sorprendente.
Leonardo Moledo: Bueno, no es que las leyes sean diferentes; la gravedad allí existe, lo que pasa es que es muy débil.
Soler Illia: Es verdad, las leyes afectan de distinta manera. Allí está lo que se llama el comportamiento cuántico. Los que trabajamos en ese mundopequeño venimos de la ciencia de los materiales. El ser humano levantó las pirámides, el Coliseo, hizo neumáticos, sabe hacer fibras y tejidos. Muchas veces –no todas, claro– detrás de eso está la idea de hacer un compuesto, una entidad, un objeto que sea útil. Ahora queremos hacer objetos pequeños, dominar la materia a la escala más pequeña. En electrónica está, por ejemplo, la famosa “ley de Moore” que dice que la integración de componentes electrónicos en un solo aparato aumenta terriblemente; los chips de computadora van a tener cada vez más información en un espacio cada vez más reducido. Pero hay un problema: esto no es infinitamente posible. Depende, primero, de nuestra capacidad de generar un transistor lo más pequeño posible y, después, ponerlos unos al lado de otros.
La culpa es de Moore
Como se ve, el tamaño importa en estos asuntos, y muchísimo. Desde los `50, la cantidad de transistores en un centímetro cuadrado va aumentando. Pero estamos en un límite en el cual ya no nos es muy fácil hacer cosas cada vez más pequeñas; es un problema de fabricación. Las leyes que dominan el nanomundo son las de la cuántica y ahí todo conocimiento de electrónica tambalea un poquito.
Una memoria RAM de una PC típicamente tiene 1011 de unidades de información, o sea, un bit. La foto de las vacaciones o las cartas de la o (o él) amante que guardamos, por ejemplo, en formato digital se codifica como un 1 y un O; son como cuadraditos en una memoria. Es muy difícil meter tanta información en un lugar tan chico. Un vaso de agua de más o menos unos 125 cm3 tiene 1024 moléculas.
Leonardo Moledo: Casi como la cantidad de estrellas en el universo.
Soler Illia: Claro, imagínense si le pudiéramos decir a cada una de esas moléculas “esta dice 1, esta dice 0”. Imaginen también si pudiéramos dentro de ese vaso de agua tener toda la información que codificara cantidad de cosas. Sería fantástico. De ahí el afán del ser humano de tratar de ir hacia lo cada vez más pequeño y dominarlo.
Otra cosa muy interesante de la nanotecnología es que a esas escalas las propiedades de las cosas cambian. Tomemos un cable común y corriente, uno de cobre. Uno sabe que tiene propiedades físicas: el cobre conduce electricidad, por ejemplo, tiene color, tiene flexibilidad. Uno corta el cable y mide los dos pedazos y las partes siguen teniendo las mismas propiedades; las dos son cobre. Pero hay una sorpresa: cuando uno va para abajo en la escala del nanómetro, el cobre deja de ser cobre y cambia sus propiedades físicas, cambia su color, su conductividad, algunos metales se vuelven no metales; la materia se vuelve un poco loca. Tiene propiedades especiales que está bueno aprenderlas porque nos puede llevar a inventar nuevas cosas.
¿Sueñan los nanorrobots con nanoovejas electricas?
¿Qué soñamos lo que trabajamos en nanotecnología? ¿Qué escribe la gente cuando quiere que le den plata, subsidios? La gente quiere hacer robots, en este caso, “nanobots”, que vayan por nuestras venas, que identifiquen las células que traen el cáncer y las destruyan; quieren robots que puedan inyectar el ADN de una célula particular para que a esa célula le vaya bien, se muera o se diversifique.
En investigación satelital se podría arrojar desde una buena altura un “nanopolvo” en el cual cada una de esas partículas de polvo sea una especie de pequeños satélites que digan exactamente dónde están, qué altura tienen, qué humedad hay, cuántos bichos viven por las cercanías, etc. Los robots microscópicos son una especie de fijación. La nanotecnología también nos interesa para tener una alta densidad de información o para tener procesadores mucho más rápidos. Un nanorrobot, por ejemplo también, podría arreglar una célula in situ. Es una máquina más pequeña que el grosor de un cabello. Y tiene que ser en sí mismo una especie de organismo capaz de ser controlado, identificar cosas, dar remedios, censar el ambiente, en fin, una cosa muy complicada, muy compleja. Es como una especie de célula artificial.
Pero ¿cómo se diseñan estas cosas? Bueno, muchos están empezando a estudiar cómo se mueven las células, los paramecios, los espermatozoides. Estos últimos, por ejemplo, tienen una cola rotatoria, una especie de motor molecular que hace que ese bichito se vaya moviendo casi espasmódicamente. En química, hay científicos que quieren crear esas hélices y enchufárselas a estos robots y poder dominarlos. Por ahora esto es un sueño, pero hay gente que está empezando a hacer cosas.
Gracias a la industria electrónica sabemos hacer cosas: cortar, serruchar, pulir, lavar, con una precisión muy fina, casi de la milésima del milímetro. Los chips modernos tienen pistas, canales, dibujos muy complicados. Son mil veces más grandes que lo nano, pero por algo se empieza. Y también esos métodos –llamados “de arriba a abajo”– se hacen cada vez más precisos. Pero yo lo que puedo hacer es ir al revés: construir cosas con átomos. Así puedo ir átomo por átomo, despacio, pero firme. Lo “nano” queda en el medio, de lo que es microscópico y lo que va un poco más arriba de la escala atómica. Es como una tecnología adolescente, y nadie sabe muy bien cómo dominarla. En cualquier momento sale con cualquier cosa.
Para dominar todo esto lo primero que debemos hacer es saber cómo fabricarlos –decir “esto tiene que hacerse así”–, después tenemos que saber cómo es ese objeto –cómo ponerlo, con qué otros objetos, hacerlos funcionar en sociedad– y por supuesto hay que saber controlar y ensamblar todo eso.
En construccion
Soler Illia (continúa): El primer transistor en la década del `50 tenía el tamaño de una caja de zapatos. Ahora tenemos varios millones en una uña. Con el tiempo la tecnología que va “de arriba a abajo” pudo dominar más y más la escala de lo muy pequeño. En la década del 2000 estamos llegando a las decenas de nanómetros. Los químicos y la tecnología “de abajo a arriba” pueden hacer cosas cada vez más grandes. Cuando se crucen estos dos enfoques –“de arriba a abajo” y “de abajo a arriba”– vamos a lograr producir cosas nuevas. Podemos hacer una microturbina, un micromotor, un mapa de la República Argentina tamaño nano, podemos hacer bastante cosas. Donde hay más curiosidad es en los métodos que lentamente van gateando de abajo para arriba.
Lo interesante es que podemos hacer un objeto muy chiquito, perfectamente definido, modificarlo como nosotros queramos, darle una propiedad y luego agruparlos junto a otros “congéneres” de ese objeto y que cada uno de ellos cumpla una tarea específica. Algo así como hacen los organismos biológicos. Las algas, por ejemplo: tienen un aparato que recupera la luz del sol y la convierte en energía; tienen otro que se come el azúcar y produce dióxido de carbono. Hay sistemas que están conectados de determinada manera y funcionan. Ahora bien, acá hay mucho por hacerse. Es un campo muy amplio, donde uno tira semillas y crecen.
Se trata pues de arremangarse y construir. Los químicos ensamblamos átomo por átomo, generando pequeños objetos, que se juntan para conformar objetos aún más grandes y con nuevas propiedades.
El congreso de las moleculas
Hay, además, otros objetos chicos: agarremos el carbono por ejemplo. Uno lo conoce por el carbón del asado, del diamante y del grafito de los lápices. Cuando uno se va al mundo nanométrico y acomoda átomos de carbono de determinada forma se puede llegar a tener una pelota de fútbol: a estas estructuras se las conoce como “fullereno” o “futbolano”. Uno puede generar tubos de carbono que conducen la electricidad.
Leonardo Moledo: Escuchando esto me acordé de una historia: en el siglo XIX se discutió mucho sobre si las moléculas existían o no. Algunos decían que eran un invento, que se usaban, pero no quería decir que físicamente existieran. Para resolver el problema se llamó a un congreso de químicos en el que se votó sobre la existencia de las moléculas. Eso fue en 1852. Y ganaron los que decían que existían; por suerte, porque si no no tendríamos nada de esto.
Soler Illia: En nanotecnología, lo que ocupa la mente de varias personas es si podemos poner estas nanopartículas más o menos de manera ordenada en el espacio. Para eso necesitamos imitar a la naturaleza, como caracoles, que ya solucionaron el problema. A esta rama de la nanotecnología se la conoce como “biomimética”, trata de ver cómo funcionan los bichos, cómo hacen sus caparazones, etc., y encontrar métodos para imitarlos.
También debemos tener un equipo adecuado para manipular las nanopartículas. Y las pinzas más precisas para disponerlas en el espacio son los detergentes, como los que usamos para lavar los platos. Son moléculas muy especiales, que actúan como un sacacorchos; tienen una parte que se disuelve en el agua y otra en el aceite. Cuando lavamos los platos y le arrojamos detergente pincha la grasa, y la arrastra.
Leonardo Moledo: Hay cierta relación histórica entre los científicos y el lavar los platos...
Soler Illia: Y sí, lamentablemente. Con estos detergentes podemos acomodar de muchas maneras diferentes las nanopartículas, para hacer estructuras en capas, por ejemplo. También podemos construir estructuras con agujeros, precisamente ordenados en el espacio. Y eso puede servir para descontaminar y destruir materia orgánica –como el petróleo– que ande dando vuelta envenenando el agua. Esto está en etapa experimental.
Para resumir, entonces: no se trata de hacer una viga de acero más o menos duro, sino algo que se pueda regenerar, crecer, destruirse después de un tiempo, ese tipo de materiales son interesantes. Los objetos de la naturaleza no son bloques de yeso; son pequeñas partículas nanométricas que están acomodadas de manera muy particular en lo que se llama “estructura jerárquica”, pequeñas partículas aglomeradas, puestas al lado del otro, alineadas... y así. Y eso los hace muy versátiles. Nosotros podemos imitarlos y aprender de ellos. O sea, no tenemos que fijarnos sólo en la composición de los materiales sino en la estructura, la forma, cómo se agrupan.
Y como toda buena ciencia, la nanotecnología abre también dilemas morales. Ya está creciendo también la “nanoética” y que está muy en pañales, más que la nanociencia. Por ejemplo, partículas tan pequeñitas que andan dando vueltas por todos lados: ¿son tóxicas o no?, ¿son reactivas o no?, ¿se pueden hacer replicantes?, ¿qué hacemos con ellos?, ¿los podemos destruir? Ese tipo de preguntas son para la nanoética y esperamos algún día tener el conocimiento suficiente como para tan sólo animarnos a responderlas.
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