› Por Federico Kukso
La astronomía y la nanociencia se mueven con la misma brújula. El norte de ambas indica siempre la disrupción perceptiva que conmueve y desacomoda la supuesta seguridad con la que se desplaza el ser humano en su mundo privado: ya sea para arriba (lo inabarcablemente grande) o para abajo (lo profundamente pequeño), ambas ciencias ponen en crisis el lugar de la humanidad en el todo. Claro que, en lo que respecta a la nanotecnología, los humanos salimos ganando, pues, en vez de ser retratados como figuras efímeras y minúsculas al lado de galaxias monstruosas, agujeros negros bestiales y demás planetas a los que se les pegan alegremente adjetivos también faunísticos, con respecto a las nanopartículas somos gigantes impiadosos con el divino poder de barrer todo de un pisotón.
Hasta hace cincuenta años, tanto el afuera (el espacio, las galaxias, el sol, la Luna, Marte, etc.) como el adentro (los átomos, los electrones, los neutrones) llevaban colgado el cartel de lo prohibido. A esta altura del siglo XXI, el anuncio precautorio se estrelló contra el piso y los límites se han abierto.
Descender en los niveles del nanomundo (como Dante y Virgilio lo hicieron en el infierno) implica un salto con cierto encanto nostálgico en una búsqueda eterna de la frontera: el piso de lo existente. Como ocurre con el Big Bang, en este asunto pende también el mito del origen, ya no temporal como en el caso de la gran explosión ocurrida hace 13.700 millones de años, sino espacial. La cosa consiste en desnudar la materia y verla tal cual es, sin prendas que cubran su verdadero yo.
En el imaginario colectivo, manipular átomos, moléculas y ahora nanopartículas se trasluce como la facultad de moldear los pilares de la realidad. Tal vez ésa sea la razón por la cual una de las analogías más fuertes y utilizadas, a la hora de hablar de núcleos, electrones y demás protagonistas de esta novela microscópica, es la metáfora del ladrillo. Así pues, una molécula bien podría ser un miniedificio y un conjunto de moléculas, un rascacielos. Esa vocación arquitectónica late allí también, en el nanomundo, donde también anida el imán de lo nuevo a punto de conocer.
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