Sábado, 12 de noviembre de 2005 | Hoy
TURISMO ESPACIAL
Agotados de la cíclica rutina veraniega que corroe el descanso con los mismos destinos de siempre (Mar del Plata, Pinamar, Miami, Punta del Este, Europa, las islas del Caribe o del Pacífico), los turistas intrépidos cuentan ahora con nuevas ofertas para disipar la mente y cargar las pilas: viajes a la Estación Espacial Internacional, vuelos suborbitales, paseos en jets rusos a 25.000 metros de altura y visitas a –aún imaginarios– hoteles lunares. Nada parece poner freno a esta nueva tendencia en el ocio y en la exploración que se esconde detrás de la privatización del espacio.
Por Federico Kukso
Para los afortunados, es una historia que se repite a fines de octubre y comienzos de noviembre. Con el mismo impulso cíclico que arrastra las conmemoraciones y compras compulsivas que rodean a prácticas y costumbres clavadas en el calendario (Día del Padre, Día de la Madre, Navidad, Hannuka), la pregunta aflora por sí sola en el escenario cotidiano de la vida: ¿a dónde vamos de vacaciones? Algunos, los menos exploradores, rehúyen el peso inherente de ese interrogante disruptor y se dejan llevar por la serenidad de los planes seguros y los destinos certeros. Sin embargo, escondidos entre las masas de rutinarios sin cura y vacaciones miméticas, los intrépidos hacen rotar los globos terráqueos en miniatura y clavan sus dedos en localidades exóticas para realizar las experiencias más alocadas habidas y por haber: viaje en bicicleta por Irak, turismo místico amazónico, parapente en Papúa y Nueva Guinea, kajak en Bosnia o caminatas nocturnas por las favelas de Río de Janeiro.
Pero cuando se creía que el mundo ya no tenía nada nuevo que ofrecer a estas mentes y espíritus inquietos, de golpe y porrazo la cartilla de destinos turísticos se comienza a abrir; no con ofertas viejas maquilladas por nuevas indicaciones del marketing, sino con destinos cuya máxima particularidad es la de no figurar en ningún mapa por más moderno y completo que sea. El turismo espacial llegó y nada dice que esté por irse.
Sólo 40 años. En términos astronómicos, casi nada. Pero en términos humanos, toda una vida, una vida de viajes espaciales, de éxitos mezclados con relativos fracasos si se tiene en cuenta la escala de la aventura. Fue en abril de 1961 cuando Yuri Gagarin puso en órbita, además de su cuerpo, la bandera roja con la hoz y el martillo ante los ojos desorbitados de los estadounidenses rojos de envidia. Duró menos de dos horas, lo suficiente como para saltar al vacío (y a la fama) y demostrar que sí, era posible. Desde entonces, no sólo despegaron cientos de naves para continuar el sueño y responder al llamado del cosmos, sino que también despegó la imaginación global –siempre adelantada a los hechos– reproduciendo en toda región del planeta la matriz rectora de expectativas y anhelos que hacen que cualquier propuesta por más ampulosa que parezca no caiga en las aguas de la irracionalidad.
Además de su frondosa capacidad de dirigir esperanzas y guiar el desarrollo científico sin relaciones deterministas de causa-efecto, la imaginación tiene la ventaja de gozar con un perdón por anticipado: al fin y al cabo, los escenarios soñados para las primeras horas del tercer milenio (autos voladores, viajes interplanetarios, casas automatizadas, computadoras con voces humanas) se quedaron en el papel de los libros y en el material fílmico de las películas. Sin embargo, su lucubración –necesaria– disparó incontables inventos ad hoc que aceleraron en direcciones desconocidas el desarrollo tecnológico humano.
Pese a ese pequeño desliz de la capacidad imaginante humana, su capacidad anticipativa, en cambio, está más sana que nunca. Fue Arthur C. Clarke, un nombre mayor en estos campos, quien para la época en la que escribió 2001: Odisea del espacio, hace 30 años, también imaginó que para la fecha que reza en el título de su obra cumbre el turismo espacial a la Luna estaría consolidado y abierto a todos. El peso de las palabras de este gurú –desprovisto de toda esa capa endeble de misticismo oriental que rodea a los gurúes actuales tipo Osho o Deepak Chopra– fue tan fuerte que la ahora extinta aerolínea Pan Am (que, como si se tratara de una broma del destino, relucía su logo en la también futurística Blade Runner) por entonces comenzó a recibir reservas para un futuro vuelo lunar: llegó a recibir 90.000 pagos por anticipado.Hoy la demanda comienza a renacer. No sólo por un nuevo engaño publicitario tendiente a atraer a compradores desprovistos –los mismos compradores adictos a los canales y programas de venta de chucherías y que no dudarían ni un minuto en adquirir a precios hilarantes parcelas en Marte, Júpiter o Neptuno, o su estrellita privada para la amada– como fue el pergeñado por Pan Am, sino por la existencia de una oferta tecnológica factible que comienza a desprenderse a paso de tortuga de las agencias estatales (norteamericana, rusa, europea) para correrse a la esquina de lo privado y a la búsqueda furtiva de la eficiencia y el lucro.
A diferencia de las grandes revoluciones científico-tecnológicas huérfanas de fechas precisas de inicio, el turismo espacial tiene un “día cero” de arranque: el 30 de abril de 2001, día en el que el sueño del multimillonario Dennis Tito –un coleccionista de Ferraris de 60 años– se hizo realidad. Es cierto, desembolsó una pequeña fortuna (20 millones de dólares), pero a su entender la experiencia fuera de este mundo valió cada centavo ahorrado. Habitó durante siete días la estación espacial internacional y vio el planeta azul sólo como 402 privilegiadas personas antes que él pudieron hacerlo: desde afuera.
Durante su estadía hizo lo que casi otro turista hace cuando conoce un lugar nuevo. Sacó fotografías, escuchó música y disfrutó del paisaje (en este caso, ¡qué paisaje!), con el plus de danzar bajo los dictámenes de la gravedad cero a 400 kilómetros de la Tierra que, como era de esperar, le depararon vómitos y mareos acto seguido de confesar ante cámara “No veo qué quieren decir con eso de la adaptación a la vida espacial; yo ya estoy adaptado”.
Sumada a la casi eterna crisis por la que atraviesa la agencia espacial rusa que abrió los brazos a cualquier ricachón con ganas de jugar al astronauta por un rato, la borrosa y difusa imagen transmitida por TV del millonario empresario norteamericano envuelto en un traje azul ceñido al cuerpo, con sus pocos pelos alborotados por la ausencia de gravedad y su expresión facial de felicidad como la de chico en juguetería tuvo un efecto instantáneo: la expansión abismal de los pretendientes de seguir los pasos de Tito. Así, subió el segundo –el sudafricano Mark Shuttleworth, de 28 años y nuevo rico gracias a internet, quien en abril de 2002 se convirtió en el primer africano en ir al espacio–, el tercero –el empresario de Nueva Jersey, EE.UU., Gregory Olsen, de 60 años, el 1 de octubre de este año– y dentro de un año se vendrá un cuarto que, según confirmó la Space Adventures, una de las empresas que enfilan como líderes en esto del turismo espacial, se trataría del japonés Daisuke Enomoto, de 34 años, que ya comenzó su entrenamiento en el Centro Yuri Gagarin de Star City, en Rusia.
La oferta del turismo espacial no se limita a los vuelos de ida y vuelta a la Estación Espacial Internacional a bordo de las cápsulas-naves rusas Soyuz. Fundada en 1998, la compañía Space Adventures, que ya cuenta con oficinas en Arlington, Cabo Cañaveral, Moscú y Tokio, y que recibe reservas al 1-888-85-SPACE, organiza vuelos de gravedad cero en períodos de 30 segundos de duración gracias a aviones de carga diseñados especialmente, que describen un arco parabólico creando un efecto simulador de ingravidez; vuelos en jets rusos MiG-25 (con los que se llega a 25.000 metros de altura) por 5400 dólares; entrenamiento de cosmonauta y reservas para próximos viajes en naves suborbitales que estarían listas en 2007. El seguro médico no está incluido.
Obviamente donde hay una necesidad además de una oportunidad, salen a flote tiburones maquillados de competencia. Una de las empresas con dientes más filosos en el asunto es la Virgin Galactics, emprendimiento creado por el multimillonario Richard Branson (sí, el mismo que cada dos por tres intentaba y fracasaba en dar la vuelta al mundo en globo, hasta que un día finalmente lo consiguió), cuya lista de espera asciende a siete mil nombres –como el del ex cantante de Kiss, Gene Simmons, el Capitán Kirk de Star Trek, William Shatner, y el guitarrista de los Red Hot Chilli Peppers, Dave Navarro–, que ya hacen cola para viajar al espacio a sólo 169 mil euros por persona (aunque se estima que en 2021 el billete galáctico baje a 40.000 euros).
La fecha de inicio de tareas: 2008, cuando vuelva a despegar desde el desierto del Mojave, California, el transbordador SpaceShipOne, la misma navecita blanca diseñada por Burt Rutan y financiada por Paul Allen, cofundador de Microsoft, y que ganó el año pasado el “X Prize”, un premio de 10 millones de dólares a la primera aeronave privada en realizar tres vuelos suborbitales. El primer vuelo, de 5 pasajeros, ya está completo: reservado, claro está, para Branson y su familia, quienes estrenarían ni más ni menos que la primera aerolínea espacial, en los papeles creada el 27 de septiembre de 2004. Los vuelos durarían tres horas y media, con diez minutos de ingravidez al alcanzar los 100 kilómetros de altura. Eso sí: hasta ahora nadie habló de visas espaciales o tasas de embarque, en este caso justificadamente siderales.
Tanto en los hechos y réditos financieros como en la imagen pública proyectada, la que lleva hasta el momento todas las de perder es la NASA. De hecho, la agencia espacial norteamericana fue la que con más ganas elevó el grito al cielo y no quiso saber nada sobre el “caso Tito”. Más aún, en 1997 publicó un informe en el que concluía que de venderse viajes espaciales a ciudadanos particulares, los pasajes costarían miles de millones de dólares. Ahora parece que cambiaron su posición y junto a la constructora Lockheed Martin están desarrollando un “avión espacial” llamado VentureStar destinado únicamente a realizar vuelos suborbitales y que competiría con su contraparte ruso, el avión suborbital Cosmópolis-XXI (C-21) que hará posible que cualquier persona –que pague 98.000 dólares, claro– experimente en carne propia tres minutos de gravedad cero y la visión de la Tierra desde el espacio.
Se piensa también que de esos futuros viajes a la construcción de hoteles lunares no pasarán muchos años. Así es como los popes de la empresa Space Island ya sueñan a lo grande: ambicionan primero la construcción de una estación espacial –parecida a la nave Discovery de 2001 Odisea...– y una flota de seis nuevos transbordadores con los que llevar pasajeros al espacio en viajes de una semana para 2007 (a 2 millones de dólares el ticket) y luego un hotelito chiquito, pero cómodo, en algún cráter lunar. La idea llegó también tanto a los oídos de los magnates de los hoteles Hilton, que estipulan levantar el primer ladrillo dentro de 20 años, como a los del segundón más famoso de la historia, el ex astronauta norteamericano Buzz Aldrin, el histórico segundo hombre que pisó la Luna después de Neil Armstrong. Para 2018 prevé la construcción de la primera nave-hotel, algo así como un crucero del amor espacial llamado Cycler, que movido por inercia tendría hoteles, casinos y otras comodidades para clientes acomodados que llegarían allí a bordo de pequeños transbordadores.
Otros, en cambio, ya imaginan las comodidades que estos monstruosos edificios extraterrestres deberían ofrecer para estar a la altura de la categoría de las “mil estrellas”: gimnasios y estadios de gravedad cero donde el visitante, además de disfrutar el paisaje lunar, pueda practicar nuevos deportes reformulados a partir de la ausencia de esa fuerza ubicua pero de menor atracción en el satélite natural terrestre.
En verdad, la democratización del espacio –o lo que también puede conocerse como lo que es: la privatización espacial– no es del todo tan democrática. Los afortunados son hasta ahora, y serán hasta el futuro más cercano, millonarios caprichosos con deseos de gastar. Sólo se espera que el desarrollo de nuevos medios de transporte (como ocurrió en el siglo XIX con el boom del ferrocarril) marque la verdadera aparición del turismo espacial masivo con hoteles de obras sociales y resorts veraniegos (aunque en el espacio mucho no importe la estación).
El malestar social que surge de esa situación de exclusión ya fue percatada por una compañía llamada Celestis, que le encontró una vuelta de tuerca al tema y propone otra nueva forma de viajar: no en vida sino en muerte. Así es: especializada en servicios funerarios individuales de personas fallecidas, Celestis contrata la parte disponible de algún satélite listo a saltar a órbita para desde allí lanzar la urna funeraria del muerto. El servicio cuesta 4800 dólares por 7 gramos de cenizas humanas y ya fue disfrutado por (los restos de) Gene Rodenberry, el creador de Star Trek, quien realizó su sueño de llegar finalmente a las estrellas.
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