FOP O FIBRODISPLASIA OSIFICANTE PROGRESIVA
Hay sólo 2500 casos de ella en el mundo. Es totalmente desconcertante. No hay tratamiento conocido para combatirla. Muy pocos médicos la conocen y, por lo tanto, usualmente es mal diagnosticada. Y, para colmo, es terriblemente destructiva, al provocar que se sigan formando huesos en lugares no usuales del cuerpo, llevando a la pérdida de movilidad. Irreversible y deshabilitante, la Fibrodisplasia Osificante Progresiva –más conocida por sus siglas, “FOP”– es consecuencia de pequeños desperfectos en el manual de instrucciones biológico humano que detonan en la primera década de vida y cuyo mejor antídoto es comenzar a conocerla.
› Por Enrique Garabetyan
Si se repasa el extenso catálogo de enfermedades humanas, una de las más extrañas, y posiblemente más duras para el paciente, su familia y sus médicos, es la FOP. Bajo ese nombre casi “simpático” se agazapa la Fibrodisplasia Osificante Progresiva, una afección tan inverosímil que apenas un reducido puñado de especialistas, en algunos países del planeta, pueden llegar a ver –a lo largo de su vida profesional– un diagnóstico de este tipo. Y su singularidad es tal que ha llevado a que en algún destacado museo de patología del Primer Mundo se despliegue el esqueleto completo de un paciente fallecido por FOP.
Entre las pocas certezas que esta rarísima afección permite contabilizar se suman las siguientes: es un mal genético irreversible, progresivo y deshabilitante. Y aparte de su baja incidencia global, no tiene tratamiento clínico a la vista.
La esencia de la FOP es desconcertantemente simple. Por una mutación genética aún no identificada, el cuerpo del paciente no es capaz de “apagar” el mecanismo metabólico implicado en el crecimiento del esqueleto. Y al no funcionar este “switch”, el resultado es el siguiente: desde los primeros años de vida del afectado, cualquier pequeña magulladura, golpe, corte, lastimadura o pinchazo que sufra en sus tejidos conectivos –esto es, músculos, ligamentos, cartílago, tendones, etc.– provoca que ciertos genes se descontrolen y disparen un brote de furiosa actividad, de entre 6 y 8 semanas de duración. Durante ese tiempo se crea una catarata de proteínas específicas ligadas a la aparición de nuevo tejido óseo. Así, en poco tiempo, en las zonas lindantes al lugar afectado por el trauma, se constata un crecimiento incontrolado de sólido y normal hueso en lugares absolutamente extraños para el esqueleto normal. Por lo tanto, tras un golpe, es usual encontrar un rígido hueso en espacios en los que normalmente se ubican cartílagos, tendones y músculos.
Estos crecimientos óseos hacen que los movimientos habituales del portador de FOP se vayan reduciendo poco a poco, ya que sus articulaciones se osifican. Y la muerte sobreviene cuando las formaciones de hueso constriñen los pulmones y comprometen su funcionamiento.
Decir que es un mal poco común no alcanza. Las estadísticas oficiales del National Institute of Health de los Estados Unidos arrojan que “es una enfermedad extremadamente rara, que posiblemente afecta a una cada 2.000.000 de personas”. Lo que significa que en el mundo debe haber un total de 2500 afectados. Extrapolando datos, Argentina debería tener en su haber unos 20 enfermos de FOP, de los cuales hay, al día de hoy, una docena de casos diagnosticados. Claro que, debido a la escasez, es lógico que identificarla sea una tarea enmarañada hasta para los especialistas más meticulosos.
Como muestra patente de esto, sirve repasar un estudio que hace muy poco tiempo se publicó en la revista científica Pediatrics y que retrató la experiencia vital de 138 pacientes de FOP. “Resulta que la afección –concluyeron los autores del paper– fue erradamente diagnosticada en el 87% de los casos. Además, la familia del afectado debió esperar un promedio de 4 años y atravesar visitas e interconsultas con media docena de médicos antes de que algún profesional acertara cuál era la enfermedad. Un detalle macabro es que la sintomatología de la FOP hace que sea especialmente fácil de confundir con las señales que genera algún tipo de cáncer. Pero lo peor es que esos errores clínicos llevan a los pacientes a sufrir intervenciones incorrectas, como afrontar biopsias, que no sólo no dan pistas sobre la FOP, sino que son intervenciones clínicas que suelen avivar un brote de febril actividad de la enfermedad”. Como para completar el panorama del desconocimiento, en el mismo trabajo se da cuenta de una encuesta hecha entre pediatras de Estados Unidos que muestra que sólo el 10% de los consultados había alguna vez escuchado hablar de la existencia de la enfermedad. Y de entre 184 textos médicos usualmente empleados en las facultades de Medicina, apenas 15 contenían una descripción ajustada de esta particular fibrodisplasia.
Sin embargo, no es un mal sin historia. De hecho, se calcula que la condición fue identificada por primera vez por Guy Patin, un médico francés que escribió en 1692 sobre una paciente suya que “se había convertido en madera”. Esa metáfora era una ajustada descripción de la formación de huesos en lugares no usuales y de la consiguiente pérdida de movilidad. Y también hay un testimonio del año 1740 comunicado por John Freke, un profesional londinense, que dejó constancia de haber atendido síntomas de algo que hoy se ajustaría a una FOP.
Durante buena parte del siglo XX, hasta entrada la década del ‘70, el nombre habitual era otro: miositis osificante progresiva. Pero cuando se comprobó que la totalidad de los tejidos conectivos, incluyendo ligamentos, tendones y músculos, eran reciclados en forma de hueso, el nombre se ajustó hacia su definición actual.
La FOP deja lugar para algunos hechos particulares y contradictorios. Por ejemplo el diagnóstico. Bien mirado no es tan difícil de lograr, siempre que se sepa qué buscar y el científico preste atención a algunos detalles. Es que la presencia de FOP se distingue por una característica malformación en los dedos pulgares del pie del bebé que suele revelarse a simple vista con un examen muy superficial.
Esto y el hecho de que aparezcan gruesas y rápidas inflamaciones y nódulos de considerable tamaño, en diversas partes del cuerpo, son dos avisos casi exclusivos de la FOP y que deberían llamar la atención del pediatra –y dirigirla en forma centrada– hacia este blanco.
La sintomatología específica, más allá de la característica de los dedos de los pies, suele empezar a manifestarse en la primera década de vida. En distintas partes del cuerpo, especialmente hombros y espalda, pueden aparecer casi de un día para otro bultos dolorosos, con claro aspecto tumoral, sobre sitios relacionados con la acción de tendones, ligamentos y músculos. Esto era (y lo es todavía) fácilmente confundible con la presencia de algún tumor, con todo lo que significa seguir esta pista falsa.
Durante la segunda década, cuando la actividad social y deportiva del afectado se hace más completa, esos bultos aparecen no sólo en forma espontánea sino también a causa de los comunes golpes y las caídas. Por lo que, para evitarlos, se suele recetar una dieta de quietud, tranquilidad y cuidados extremos en los movimientos cotidianos.
La evolución de la FOP suele seguir un largo y sinuoso camino, en forma de dolorosos brotes que aceleran el proceso de formación de sobrehuesos, para luego desaparecer por algún tiempo. Cada episodio suele estar acompañado por inflamaciones localizadas y una leve fiebre.
El progreso de la enfermedad parece seguir un camino bastante definido, por lo que la osificación suele dedicarse a anquilosar las principales articulaciones del cuello y el tronco, y luego desplazarse hacia las extremidades, volviendo imposibles cada vez más movimientos.
Sin embargo, en un hecho que podría servir como delgada pista para futuras investigaciones, los músculos del diafragma, de la lengua, los ojos, la cara y el propio corazón se salvan de convertirse en nuevas formaciones óseas.
En la mayor parte de los casos, lo usual es que –a partir de los 20 años de vida– los pacientes ya estén resignados a una silla de ruedas, y con un vertiginoso ascenso en el riesgo de sufrir desde una sordera a complicaciones cardiopulmonares, que es justamente el hecho que termina desencadenando la muerte del afectado. Sin embargo, hay algunos casos donde la vida de la persona se extendió hasta bien entrada su sexta década de vida.
Uno de los factores más extraños de todo el proceso es el desencadenante de la formación de los nuevos huesos. Algo que se asimiló en forma muy dura por cierto. El hecho es que las células óseas desubicadas comienzan a acumularse en forma de tejido, sobre un ligamento, músculo, tendón o articulación tras cualquier tipo de trauma. Puede ser un golpe, una lastimadura profunda, una inyección intramuscular o el simple trabajo de un dentista.
Pero el aprendizaje de cuál era el detonador del crecimiento fue especialmente complejo porque una de las primeras medidas terapéuticas tanteadas por los médicos hace ya décadas fue un préstamo de la oncología: se trató de remover quirúrgicamente los sobrehuesos recién malformados. Y se comprobó la vieja metáfora que dice que “el remedio es peor que la enfermedad”. Porque esta mera operación correctiva disparaba en poco tiempo nuevos y más violentos brotes de crecimiento óseo en la zona tratada.
Por todo esto, y porque muy poco se sabe de su etiología, aparte de su raíz genética –de la que apenas se intuye que estaría relacionada con mutaciones en el Cromosoma 4– los escasos tratamientos recomendados se basan en prevención. Esto es evitar todo tipo de traumas en el tejido blando y de daños en los músculos. Lo que implica cosas tan extrañas como la contraindicación total para las inyecciones intramusculares. Sin embargo, hay alguna excepción. Ocurre que se ha encontrado que la FOP se potencia con la gripe y la neumonía, y que en el 60% de los casos en que ambas se combinan se desata de inmediato un brutal brote. Por eso, se suele recomendar cuidados extras contra la influenza, incluyendo eventualmente una cuidadosa y poco usual vacunación subcutánea. Más allá de eso, pueden y suelen probarse combinaciones de corticoides y calmantes para intentar sofocar los períodos de brotes. Y no mucho más.
Un fenómeno muy particular ocurre cuando las formaciones óseas se acumulan sobre la mandíbula, lo que impide masticar normalmente y dificulta el simple acto de comer. Las respuestas a este delicado problema se encuentran por el empleo de dietas blandas y el uso de complementos líquidos que puedan facilitar la nutrición.
Eventualmente, se podría dar el caso de tener que recurrir a un procedimiento odontológico denominado enameloplastia, que permite ingerir la comida con algo más de comodidad.
Las dificultades para llevar adelante investigaciones básicas y clínicas sobre la FOP son muy largas, comenzando con que al ser una enfermedad epidemiológicamente irrisoria se traduzca en que el conseguir fondos sea algo absolutamente arduo. Y a eso se suman los problemas específicos tales como que la progresión de la enfermedad es errática, que hacer biopsias para obtener muestras de tejidos estudiables en etapas definidas de la evolución de la afección genera nuevos brotes; no hay un modelo animal genéticamente útil que sirva para hacer pruebas de laboratorio; las chances de encontrar grupos emparentados genéticamente que sean portadores del mal y que sirvan para estudiar la natural variabilidad y herencia de la enfermedad son bajísimas desde el punto de vista estadístico, y generar estudios clínicos doble ciego, si apareciera alguna propuesta terapéutica, no parece ser algo prácticamente posible.
Sin embargo, a la hora de especular sobre potenciales tratamientos, muchas miradas se posan en el uso de las hoy todo-prometedoras células madre. En teoría, a través de diversos –y hoy no demasiado claros– métodos de trasplante, las “stem cells” podrían reemplazar las líneas celulares genéticamente defectuosas. Mientras tanto, las medidas disponibles para el tratamiento se basan en la prevención de traumas en el tejido blando y de cualquier daño en cuerpo.
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