Sábado, 10 de diciembre de 2005 | Hoy
INMORTALIDAD
Desde Todos los hombres son mortales de Simone de Beauvoir, hasta el reciente libro de José Saramago, Las intermitencias de la muerte; desde los elixires de larga vida hasta la búsqueda de la perduración a través de la fama o la criogenia, el anhelo de inmortalidad parece ser una pauta cultural transtemporal, que se disimula con endiosamientos, canonizaciones y fantasías de vida eterna. Hasta es probable que la conciencia de la mortalidad sea el punto de partida de la cultura. No es extraña entonces la conmoción que puede producir la traslación del concepto de lo inmortal de la mitología hasta el terreno de la ciencia ficción o que puedan llegar a causar las actuales investigaciones científicas que tantean a la inmortalidad como hipótesis, alejadas de las fantasías y asentadas a veces dudosamente en la realidad.
Por Federico Kukso
En la cultura televisiva —que todo lo toca y todo lo engulle—, el inmortal tiene nombre y apellido: Duncan MacLeod. Por cuestiones argumentales que nunca se revelaron y que aquí no vienen al caso, este personaje ficticio, de aventuras en los cinco continentes y romances de lo más floridos, se mantuvo siempre congelado en el tiempo, sin agregar a su fisonomía las canas o los surcos dérmicos que vienen asociados junto a la experiencia y los años. La serie se llamaba Highlander y continuaba en la pantalla chica –con otro actor y otro casting– la saga fílmica que tenía como cara visible al actor Cristopher Lambert, estrella fugaz que tuvo a bien venir a la Argentina a filmar la segunda entrega de estas películas sobre ciertos advenedizos individuos que merodeaban la superficie del planeta sin poder tener hijos, viendo cómo sus amistades desaparecían naturalmente con el tiempo y, un poco más clandestinamente, rebanando cabezas de otros inmortales en una competencia que en miles de años de partida terminaría con un único y solitario ganador.
Pero pese a las arcadas de risa que levantaban ciertos vuelcos argumentales o ríspidos aspectos colaterales de la serie televisiva (como las pelucas y bigotes falsos que, descolocados, revelaban restos de pegamento para adherirse sin mucho éxito a los rostros de los actores, o los rústicos efectos especiales tipo película clase B que recordaban más a fuegos de artificio navideños que a explosiones bélicas), las inclemencias de su protagonista mantuvieron por varias temporadas en vilo a los teleespectadores que de un grupo minúsculo y marginal pasaron a ser en un momento legión, formando clubes y alentando convenciones de fanáticos. Las razones de tal fanatismo se buscaron en los guiones de sus 119 episodios, en alguna característica oculta de los actores y actrices, en las locaciones parisinas donde transcurría buena parte de la trama o hasta en las rutinarias decapitaciones casi higiénicas (no sólo desprovistas de charcos de sangre a la vista sino también sin signo de cabezas rodando), pero no hubo respuestas. Ocurre que en realidad el quid de la cuestión no estaba adentro sino afuera: en la frondosa cosmogonía occidental (también presente en muchas narrativas orientales) que cuenta entre su repertorio de personajes inamovibles (el gigante, el golem, las hadas, los gnomos) a la figura del inmortal y a la rebeldía innata que lo mueve: la continua burla a la muerte y a los dictámenes dogmáticos impuestos por la naturaleza.
Siglos más, siglos menos, el deseo de la vida eterna o de la juventud sin fecha de vencimiento ronda casi desde siempre en las cabezas de la especie humana. No es un invento moderno ni el último capricho de la moda condenado a ser olvidado casi a la misma velocidad a la que se escabulle en la memoria el nombre del ganador del último reality show exitoso. En cierta manera, el atractivo magnético de la inmortalidad (y todos los relatos despertados por ella) anida en la condición limitante de su reverso, la mortalidad. Y por una razón u otra, aquel personaje que se distingue del resto de sus pares por no dejarse someter y doblegar ante este dictamen universal de la naturaleza, termina siendo marginalizado o alzado a la categoría de monstruo: Drácula o los insípidos elfos de la tolkiana saga de El señor de los anillos así lo demuestran.
“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”, sentencia Jorge Luis Borges en “El Inmortal”, cuento con el que arranca El Aleph. Tal vez así, con esta vuelta de tuerca retórica y profunda se aminore el ansia intrínseca y hasta innata de la humanidad por superar las limitaciones biológicas asociadas al carácter material del cuerpo humano. Sin embargo, por fuera de las páginas mucho no sirve. Con la vorágine fantasiosa despertada por la inteligencia artificial y, sobre todo, la ingeniería genética, los sueños de perpetuación tomaron nuevos aires y reclaman a gritos que alguien los saque del limbo literario y los convierta en crudo dato de la realidad.
Inconvenientes sobran: el salto de la ficción a la realidad es más bien vertiginoso y la muerte –quizás el evento más democráticos de todos– a todos nos llega en algún momento. Sin embargo, una sospechosa tendencia amaga con emigrar del campo especulativo, del país en el que lo imposible es la excepción. Casi como nunca antes, el tema de la inmortalidad en sus diversas versiones y gradualidades (dilatación extensa de la expectativa de vida o lucha contra el envejecimiento) es arrojado a la mesa de debates científicos encendiendo discusiones, hipótesis y sospechas. Nada asegura que alguna vez se alcance tal estado de ser, pero de ahí a que nadie lo investigue o apueste cómo conseguirla hay mucha distancia.
Hasta la irrupción de la ciencia y de su método-guía para interpelar a la naturaleza en el siglo XVII, la inmortalidad actuó como motor propulsor de conquista: sobre territorios físicamente palpables y sobre la intimidad impuesta por el propio cuerpo. Los libros de historia no oficiales comentan que Alejandro Magno llegó a la India obsesionado por hallar el “agua de la inmortalidad” o que los españoles y portugueses se adentraron en América en el siglo XVI no sólo por el oro sino también anhelando dar con la “fuente de la eterna juventud”. En ambas situaciones –tal vez reales, tal vez ficticias– el ingrediente que hacía colapsar la mortalidad interna venía de afuera y curiosamente en forma líquida. Casi el mismo patrón seguido desde culturas primitivas en las que beber sangre ajena (de animales o de otros congéneres) equivalía no a un acto de irremediable repudio sino a una práctica alentada para absorber cierta carga de “energía vital” que en vez de enfermedades y dolores de estómago sumaban años de vida. El vampirismo y Bram Stoker habrán extraído de la clandestinidad visual estas ingestas, pero nadie le quita a la condesa rumana Isabel Bathory su título de mejor degustadora de sangre: se cuenta que para vivir eternamente acostumbraba bañarse en la sangre de los campesinos que contrataba como sirvientes.
En las zonas donde el agua relucía por su abundancia, en cambio, la llave de la inmortalidad tomó formas gaseosas y sólidas aconsejadas por los siempre maleables alquimistas: aspirando el aliento de jovencitas o masticando mandrágora o cuerno de unicornio, siempre y cuando, alguien los consiguiera.
Anestesiado por los siglos, el empuje ilusorio de la inmortalidad quedó relegado detrás del ansia de progreso indefinido bien del siglo XIX y de las promesas tecnológicas que viajaban con el ferrocarril y se sacudían fervientemente gracias a la luminiscencia de la electricidad. Sin embargo, no se extinguió: quedó allí, como una tarea pendiente, pospuesta y empujada hacia algún momento futuro en el andar rectilíneo de la historia en donde, gracias a la diosa ciencia, no habría aspiración que no se transformara en realidad.
Hasta que empezó a tomar color, forma y más que nada calor lo que con los años se conoció como el “efecto Walt Disney”: la criogenia o criónica –el intento de ponerse literalmente en pausa, a través de la congelación, hasta que se encuentren soluciones a cualquier enfermedad– alentada por un tal Robert Ettinger, autor en 1962 de La prospección de la Inmortalidad, y habitué de programas vespertinos de la televisión estadounidense. Nadie sabe si sin el rumor –que roza la leyenda urbana a escala internacional– de la puesta en hibernación del creador del ratón Mickey y del emporio más exitoso a la hora de volver a niños y niñas adictas a animales parlanchines y a entretenimientos de dudosa calidad intelectual, la criogenia hubiera conseguido convertirse en una miniindustria como lo es hoy, con cientos de clientes congelados (algunos con sus propias mascotas) –y cuyos familiares ruegan por la no proliferación de disruptivos cortes de luz– en las instalaciones de una empresa llamada Alcor life.
Había nacido el “movimiento inmortalista” en la clandestinidad científica, a la sombra de la seriedad que teñía los primeros avances certeros en la biología molecular y en el entendimiento profundo y por primera vez sistemático de los ladrillos de la vida.
Mientras tanto y sin que saliera en la tapa de los diarios, la muerte –feminizada en figura para equipararla y contrastarla con la “madre naturaleza”– mutó en sí misma: de discurrir y exhibirse en ceremonias públicas sin el freno de la vergüenza (como los famosos cortejos fúnebres de actores y actrices políticos como Lenin, Stalin, Evita, Perón, por ejemplo, cuyos cuerpos recorrieron calles y esquinas exhibiendo su inimaginable faceta mortal), la muerte como evento se recluyó en la privacidad en las casas de velorio, como algo a ser ocultado.
Aun así, la sorpresa no viene del lado de los rituales que circulan alrededor de la muerte sino al intento obsesivo por transformarla de imperativo en accidente. Tildados de muestras exageradas de la arrogancia humana, los esfuerzos por redefinirla comienzan a abundar en los exagerados y banales discursos del quehacer científico. Las empresas que tratan de conseguirlo –a través de la ingeniería genética, la informática, la biotecnología y la nutrición estricta– se condensan al menos en nombre en lo que viene a llamarse “tecnologías de la inmortalidad”, un título bastante sugestivo, que proponen ir más allá de los retoques cosméticos del lifting y los aditivos corporales de la reposición de órganos a partir de prótesis y cultivos de miembros dañados, para moldear la morfología de la especie humana desde su mismo interior.
Ocurre que con la avalancha de descubrimientos en la materia que precedieron y aumentaron después del Proyecto Genoma Humano, los “ingenieros de la vida” tomaron prestadas metáforas de la informática y se proponen formatear el material genético que hace que un individuo sea tal cual es (alto, bajo, rubio, morocho, narigón, dientudo, pero sobre todo mortal) y lograr que dure y dure. ¿Cómo? Controlando algún día los casi 35 mil genes con los que cuenta un individuo y cambiarlos o introduciendo nuevos para dar lo que la naturaleza quita.
Pretensiones como estas son conocidas también como la “reconfiguración de lo vivo” (que se expone claramente en la lucha contra el envejecimiento, por ejemplo, a través de sutiles cambios en dos genes practicados en un gusanito conocido como C. elegans) que se sostiene en una voluntad más profunda, una voluntad de dominación: la de conducir la evolución y redirigirla hacia zonas insospechadas, ayudada en un futuro cercano por nanorrobots que a través de venas y arterias se encargarán –afirman los futurólogos siempre entusiastas– de destruir enfermedades y reconstruir tejidos y órganos.
En estos asuntos no faltan aquellos personajes que irrumpen intempestivamente y reparten a diestra y siniestra augurios cargados de naftalina mecanicista. Uno de ellos es Hans Moravec, director del laboratorio de robótica de Carnegie Mellon, y obsesionado por los robots desde chico, quien propone –sin reírse ni hacerse el gracioso– lograr la inmortalidad simplemente descargando la conciencia o la personalidad de uno en una computadora. Evidentemente, su análisis parte de la idea de considerar lo orgánico (el cuerpo) como hardware y lo psíquico como software. La copia de la mente se bajaría a una computadora de algo así como 10.000 gigaflops (1 gigaflop = 10.000 millones de operaciones por segundo) a partir de la cual, conectadas con otras computadoras, podría discurrir en un ciberespacio sin fronteras ni límites.
Así y todo, si Moravec alguna vez vuelve realidad su fantasía científica (si consigue voluntarios primero), lo que se plantea con el solo hecho de pensar en la inmortalidad es un análisis más incipiente de en qué consiste el ser humano, si una de las propiedades que lo caracterizan (y que lo hermanan al resto de los seres vivientes del planeta) se evapora de una vez y para siempre.
Algo por el estilo fue lo que el escritor portugués José Saramago volcó en las páginas de su última novela, Las intermitencias de la muerte, en la que se pregunta qué ocurriría si de repente, de un día para el otro –el 1 de enero–, la gente de un país sin nombre deja de morir: las funerarias quiebran, los geriátricos se abarrotan de gente, la iglesia entra en crisis (“sin muerte no hay resurrección y sin resurrección no hay iglesia”). Un relato que excede la anécdota y le da espacio a un tema reservado por ahora a las fantasías desopilantes pero que tratado con justa seriedad revelaría tal vez cómo la especie humana se vería si lo que considera inalterable y dado alguna vez se sacude.
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