futuro

Sábado, 31 de diciembre de 2005

Quod erat demostrandum

 Por Mariano Ribas

En 1915, Albert Einstein le dio las últimas pinceladas a la Teoría de la Relatividad General, que extendía los resultados de la Teoría Especial, de 1905. El nuevo trabajo de Einstein traía bajo el brazo varias ideas muy provocativas. De arranque nomás, decía que la fuerza de gravedad no existe estrictamente como tal sino que es una consecuencia de la curvatura del “espacio-tiempo” ante la presencia de masa (así, por ejemplo, la curvatura provocada por el Sol es la que hace que los planetas giren a su alrededor). Otra estocada al sentido común –y vinculada con lo anterior– es la afirmación de que el tiempo fluye de distinta forma, según se esté cerca de un cuerpo más o menos masivo. Ninguna de estas cosas podía demostrarse experimentalmente a principios del siglo XX. Sin embargo, otra de las predicciones fundamentales de la Relatividad General sí podía ponerse a prueba: la luz debería desviarse al pasar cerca de un objeto masivo (justamente a causa de esa curvatura). Y los astrónomos de la época se dieron cuenta de que el escenario ideal para demostrarlo era un eclipse total de Sol: cuando la Luna ocultara al Sol, oscureciendo el cielo, sería posible observar (y medir) la posición de las estratégicas estrellas que se encontraran visualmente a su alrededor. Si Einstein tenía razón, la luz de esas estrellas debía “torcerse” y llegar a la Tierra con una trayectoria diferente de la original, haciéndolas aparecer en una posición ligeramente distinta a la real. Fue entonces cuando entró en escena Sir Arthur Eddington, cabeza de la Royal Astronomical Society, quien había leído con mucho interés los trabajos de Einstein. Eddington se entusiasmó con las predicciones relativistas sobre la desviación de la luz. Y decidió ponerlas a prueba con el eclipse total de Sol del 29 de mayo de 1919. Previendo el peligro de que las nubes lo arruinen todo, el astrónomo inglés organizó dos expediciones dentro de la zona de visibilidad del fenómeno: una, comandada por él mismo, a la isla Príncipe, en el golfo de Guinea, Africa. Y otra a Sobral, un pueblito del Norte de Brasil. Las fotos y las mediciones de ambas expediciones demostraron que Einstein tenía razón: la luz de las estrellas –en este caso, de la constelación de Tauro– se había desviado ligeramente al pasar cerca del Sol. Los resultados fueron anunciados el 6 de noviembre de 1919, durante una reunión de la Royal Astronomical Society.

Hoy en día, los astrónomos conviven armoniosamente con esta idea relativista pero, a principios del siglo recién pasado, semejante atrevimiento teórico pedía a gritos una demostración. Después de aquel histórico eclipse, el mundo consagró, en palabras del New York Times, “al repentinamente famoso doctor Einstein”.

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