Sábado, 7 de enero de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Pablo Capanna
En uno de sus tantos viajes a la Argentina, Mario Bunge observó que aquí había encontrado más epistemólogos que científicos. Se diría que Bunge se limitaba apenas a enunciar un corolario de un principio más amplio. Siempre se ha dicho que aquí existía un exceso de caciques y capitanejos en desmedro de la exigua tropa de indios de lanza. Otros se han ocupado de señalar la abundancia de expertos en ciencias de la educación con respecto a la cantidad de buenos docentes, la oferta de candidatos a los cargos públicos y el reducido número de idóneos, para no mencionar la proliferación de politólogos y la penuria de estadistas.
Como modesta contribución a este desequilibrio cognitivo (¿y por qué no a la epistemología, que ya es pasión de multitudes?), ilustraré algunas metodologías alternativas que prometen ser por lo menos originales, para inspiración de las nuevas generaciones: la criminología cuántica, el uso de las fuentes seguras y la exploración de la clase vacía.
Es sabido que en la historia de la gran democracia del Norte no han faltado los crímenes políticos, algunos tan alevosos como los de cualquier país bananero. Asesinatos como el de Lincoln en el siglo XIX o el de Kennedy en el XX causaron conmoción en su momento y llegaron a convertirse en tópicos escolares sin dejar de estar impunes.
Varias décadas más tarde, el crimen de Kennedy parece estar menos esclarecido que cualquier caso de los habituales en la crónica criolla.
Hace muchos años tuve una colega, profesora de filosofía, que era un tanto excéntrica. Por entonces se le había puesto entre ceja y ceja que era posible esclarecer el caso Kennedy usando el método fenomenológico de Husserl, que para esos años todavía no había sucumbido ante el estructuralismo. Todavía estaba lejos de haber alcanzado conclusiones definitivas cuando desistió, el día que se puso a hacer un balance del destino sufrido por testigos e investigadores voluntariosos. Muchos de ellos ni siquiera habían probado otros métodos que no fueran los convencionales.
Me parece que ha llegado la hora de proponer una nueva metodología; o como ya es costumbre, anunciar un cambio de paradigma.
Como es sabido, según el informe Warren, Kennedy fue baleado por un zurdito sospechoso llamado Lee Harvey Oswald, quien a su vez fue muerto por un patriota indignado, cuando estaba siendo trasladado en condiciones de máxima seguridad.
La investigación oficial del crimen culminó en aquel famoso informe de la comisión presidida por el juez Earl Warren, que apenas dejó conformes a quienes lo encargaron. Años más tarde, les llegó la hora a los revisionistas como Jim Garrison, un entrometido fiscal de Nueva Orleans que nos dejó un libro sobre el cual Oliver Stone hizo la famosa película JFK. Entre las distintas hipótesis que se barajaron desde entonces acerca de los autores intelectuales y materiales del crimen, abundan los sospechosos: la KGB, la CIA, los cubanos, los anticubanos, la Cosa Nostra y algunos que se me olvidan. Pero hasta ahora nadie parece haber reparado en ciertos hechos inquietantes que sugieren hipótesis decididamente “alternativas”. Al parecer algo muy extraño ocurrió en Dallas, y quizá por eso los hechos fueron silenciados. Me refiero a los efectos relativistas y el comportamiento cuántico que se lee atribuyeron al asesino.
Vayamos a los hechos, tal como los resume Garrison. Uno de los mayores enigmas que ofrece el informe Warren es la estatura variable de Lee HarveyOswald, quien al parecer era capaz de crecer o encogerse a voluntad, oscilando en un rango de unos quince centímetros más o menos.
A la hora de enrolarse en la Marina, Oswald medía 1,75. Como todavía era muy joven, le quedaba la posibilidad de seguir creciendo, porque tres años más tarde alcanzó el metro ochenta, tal como constaba en su cédula militar.
Sin embargo, su flexibilidad iba en aumento. Meses antes del asesinato de Kennedy, Oswald había llenado varias solicitudes de trabajo en Nueva Orleans, y en ellas su estatura parecía haberse contraído de nuevo a 1,75. Más todavía: en noviembre de 1963 un vendedor de autos la había estimado entre 1,70 y 1,74. Todo eso sin contar que en 1961 un testigo llamado Thornley había calculado que medía apenas 1,65.
Es sabido que Garrison se inclina por una hipótesis brutalmente realista (al verdadero Oswald lo habrían reemplazado por otra persona), pero todo esto sugiere ciertos efectos relativistas, que probablemente deben ser atribuidos a las enormes velocidades que parecía estar en condiciones de desarrollar el asesino.
En efecto, según consta en el expediente, Oswald hizo ocho disparos en seis segundos, desde una ventana del depósito de libros que daba sobre la plaza Dealey. Dos minutos después lo vieron en la planta baja tomando una Coca Cola para refrescarse mejor, y a las 13 ya estaba en su casa. De paso, y quizá para no desaprovechar las balas que todavía le quedaban, se dice que abatió al oficial de policía Tippit entre las 13.06 y las 13.10. Pero otros lo vieron a las 13.04, cuando estaba esperando al ómnibus que iba en dirección contraria al lugar donde mataron a Tippit. Gracias al excelente transporte público texano, a Oswald le bastaron dos o tres minutos para ir a pagar sus facturas al banco, degustar otra gaseosa, regresar y hacerle varios disparos al agente antes de ser detenido.
Hay otro detalle importante: un testigo describió al asesino de Tippit como un sujeto bajo y rechoncho, no como un hombre de 1,80. Es evidente que, a esas velocidades casi lumínicas, la masa de Oswald se había flexibilizado casi tanto como su estatura. Todo esto, se diría, a pesar de lo que indica la relatividad general, según la cual más bien tendría que haberse estirado.
Por otra parte, otra intrigante cuestión es la trayectoria de la bala que mató a Kennedy. El proyectil exhibió un comportamiento que no vacilaríamos en describir como cuántico.
Según el informe oficial, la bala entró por la espalda del presidente, dobló en un ángulo de 17º, giró hacia arriba y salió por el cuello. Luego se introdujo por la axila del gobernador Connally, salió por su pecho, volvió a entrar (e inmediatamente salir) por la muñeca, para terminar incrustándose en el muslo del funcionario texano.
Los escépticos de siempre han ironizado con aquello de la “bala mágica”, pero aquí hay algo mucho más extraño. La relatividad de Einstein acaba de cumplir un siglo, y estos hechos deberían reclamar la atención de los físicos de alta energía. Lamentablemente, los diagramas de Feynman no suelen figurar en el curriculum de la Policía Científica, pero deberían estar.
De todos modos, y pensándolo bien, no hay que adelantarse a los hechos. Alguien ya debe haber escrito algún paper al respecto. O más de uno.
Si cualquiera de nosotros, preocupado por el tenor de los debates políticos o el nivel de la cultura mediática, comienza a sentirse acosado por una irrefrenable sensación de decadencia, sin duda encontrará algún consuelo en la historia del médico Oribaso.Oribaso vivió en el siglo IV, cuando el Imperio se descomponía, y es difícil saber si fue uno de los últimos romanos o uno de los primeros bizantinos. Escribió unos setenta libros (es decir, rollos) sobre medicina, y fue médico de cabecera del emperador Juliano. Era él quien estaba a su lado cuando una flecha persa lo arrebató de este mundo, dándole apenas tiempo de proferir una célebre frase.
Se cree que Oribaso se había criado como cristiano, pero cuando Juliano (un hombre culto y bien intencionado aunque bastante utópico) pretendió restaurar el paganismo como religión oficial del Imperio, Oribaso optó por hacerse pagano y se abrió paso en la corte. Muerto Juliano, lo sucedieron los emperadores cristianos Valente y Valentiniano. Si bien estos no siguieron una política demasiado intolerante, Oribaso no pudo evitar que lo desterraran y confiscaran sus bienes; a pesar de que había vuelto a convertirse, no le perdonaban los servicios prestados al régimen anterior.
Vapuleado por los vaivenes político-religiosos de un tiempo difícil, Oribaso aprendió a adecuarse a los deseos de sus protectores, aun al precio de sacrificar la verdad. No sólo fue acomodaticio en política sino también en ciencia, y nos dejó un documento que puede llegar a irritar hasta al más posmoderno de los lectores.
Cuando concluía su monumental Colección médica, Oribaso tuvo que escribir la habitual dedicatoria a Juliano, el sponsor imperial que había alentado el proyecto.
“¡Autócrata Juliano! –escribió, tal como se estilaba– Durante mi estancia en la Galia Occidental he completado el resumen médico que Tu Divinidad me ha encargado preparar. Como verás, lo he sacado casi exclusivamente de los escritos de Galeno.”
¿Por qué Galeno? Oribaso explicaba que el propio Juliano había sido quien elogiara a Galeno a la hora de ordenarle la redacción del tratado. No encontraba nada mejor que concluir con estas palabras: “Como sería superfluo, e incluso absurdo, citar a autores que han escrito en el mejor estilo junto a otros menos esmerados, sacaré mi material exclusivamente de los mejores, sin omitir nada de lo que tomé (en primer lugar de Galeno) y adaptaré mi propia compilación a las excelencias de su obra”.
Por si faltaba algo, Oribaso acotaba que Galeno se ajustaba perfectamente a lo que había escrito Hipócrates, de manera que la ciencia médica estaba completa y ya no hacía falta seguir investigando nada. Digamos que el viejo Hipócrates (quien por ser el Padre de la Medicina apenas hubiera podido machetearse de Esculapio) insistía en cosas tan modernas como la observación (“autopsia” significaba “ver con los propios ojos”), la historia clínica y el diagnóstico objetivo. Hasta recomendaba no dejarse influir por los prejuicios. Pero en una cultura francamente decadente como la de ese siglo, gente como Oribaso no vacilaba en convertirlo en dogma. Siglos más tarde, lo mismo le pasaría a Aristóteles, cuando lo redescubrieron los medievales.
Si todavía esta actitud nos provoca escozor, es que no estamos tan mal. Por lo menos en medicina.
Sin embargo, “escozor” es precisamente una de las palabras que los aspirantes a ingresar a Medicina ignoraban, según una crónica reciente de la Universidad de La Plata.
Cuando la mayor autoridad intelectual ha llegado a ser el diccionario, y el “cut & paste” se ha convertido en clave de la cultura, nuevos Oribasos asoman en el horizonte. No hace mucho me sorprendí al escuchar a un exitoso historiador proclamar que la objetividad había pasado de moda. ¿Sería un egresado del Instituto Orwell, promoción 1984? Por supuesto que no, aclaraba el moderno Oribaso; todavía hay que ser honesto con las fuentes, no hacer trampa y tratar de atenerse a los hechos. Eso me dejó todavía más confundido, porque hasta ahora yo creía que en eso precisamente consistía la objetividad.
Allá por el siglo XVIII, el naturalista danés Niels Horrebow fue uno de los primeros estudiosos que compilaron un relevamiento completo de los recursos de Islandia, cuando la isla estaba bajo el dominio de Dinamarca. En 1788 dio a conocer su Historia Natural de Islandia (Tiforladelige efterre tninger om Island), donde ofrecía un exhaustivo inventario de aquella antigua Thule que más tarde encendería la fantasía de Borges. Allí estaban la topografía completa de la isla, las especies que componían su flora y su fauna, sus recursos y hasta las costumbres de los paisanos de Snorri Storluson.
Imitado y casi seguramente superado, Horrebow no ha pasado a la historia por su tratado, sino por uno de los capítulos que lo componen. Es el que lleva por título “Acerca de las serpientes”. Sólo contiene una frase: “No hay ningún tipo de serpientes en toda la isla”.
De habérsele ocurrido referirse a los paquidermos y los simios islandeses, o quizás a los dinosaurios vivos de la Patagonia, habría enriquecido su obra con más capítulos, todos tan sintéticos como el de los ofidios.
Lo más notable es que la Enciclopedia Británica, en sus más recientes ediciones, parece sentirse obligada a rendirle algún homenaje, y deja constancia de que trescientos años más tarde sigue sin haber serpientes en Islandia. Ni siquiera anfibios, añade, por si alguien todavía tuviera dudas.
Con ese clima de vapor y hielo, parecería bastante obvio que no los hubiera, pero después de que Horrebow sentara el precedente, se ha hecho ritual hacerle un “guiño”, como dirían los críticos de cine.
Obsesionado por su vocación “completista”, el danés Horrebow no podía dejar de referirse a algo que seguramente había buscado sin encontrar, o acerca de lo cual se habría cansado de tener que dar explicaciones a sus eruditos colegas.
Fue de este modo como produjo algo que los estudiantes familiarizados con los diagramas de Venn conocen con el nombre de “clase vacía”. La clase de las víboras islandesas no contiene ningún miembro. Lo cual no es precisamente una información irrelevante, ya que cierra (o abre) toda una gama de proyectos de investigación.
Pensemos cuánto nos aportarían algunos proyectos argentinos sobre “Lucha contra el nepotismo”, “Honestidad en los municipios del conurbano”, “Ingenio y creatividad en la televisión”, “Avances en la lucha contra la exclusión” o “Nuevas ideas y propuestas en la política”.
Hasta habría intersecciones de conjuntos donde podría encontrarse por lo menos algún miembro: los best sellers inteligentes, los noticieros que informan, los conductores de TV idóneos y cultos, los buenos administradores.
Como se puede apreciar, no todo está perdido.
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