En la Argentina actual se han reavivado los debates que se dirimen en términos de izquierda o derecha. Por eso resulta el momento ideal para atreverse a decirlo de una vez: la ciencia (entendida como las leyes científicas que describen la naturaleza desde una óptica particular) es de izquierda. Contra lo que creen muchos, que ven en la bomba atómica la consecuencia de la teoría cuántica y no de la ambición desmedida y autodestructiva, la ciencia ha empujado al mundo constantemente hacia la izquierda. Por supuesto que esto no es, ni mucho menos, automáticamente transferible a científicos ni a herramientas construidas a partir de conocimientos científicos. Pero cuando uno lee las leyes que organizan el mundo tal como “es” (al menos desde la mira científica, claro, y reduciendo su cáscara humana al mínimo), se puede decir que son esencialmente de izquierda. Vale la pena hacer un repaso para los más escépticos.
› Por Esteban Magnani
Copérnico, Newton y Marx
¿Qué mejor que empezar con el “abuelo” de todo lo que vendría, el padre del primer gran cambio de paradigma? Copérnico hizo algo que fue neutro en términos científicos (como describir un hecho comprobable, con un Sol en el centro y una Tierra satelital) pero que resultaba terriblemente impactante en los valores de la época: el hombre no estaba en el centro de la creación. Peor aún: el Sol era una estrella más entre miles, diría Giordano Bruno generando tanta molestia al establishment de la época que lo quemaron vivo. Galileo miraba a Júpiter y sus satélites que se negaban a girar en torno a la Tierra como ordenaba el dogma. No era su culpa; creía que hasta la Santa Inquisición (esa especie de FMI moral del medioevo encargado de sostener el statu quo) debía aceptar la evidencia de que Dios no quería darles una posición privilegiada en el Universo. La ciencia miraba el mundo y exponía una mentira que poco a poco haría evidente muchas otras.
Newton puede haber sido místico, pero lo que pervivió de él fue lo que se ajustaba a la naturaleza y no a su opinión, es decir, la teoría de la gravedad y con ella un mundo laico e indiferenciado en el que la acción entre los cuerpos llegaba a todos los rincones del universo sin necesidad de incluir ni Dios ni patrón. Las ideas científicas fueron casi siempre las más progresistas de su época.
La geología, con mucho esfuerzo, obligó a las sagradas escrituras a recluirse al estante de las buenas novelas, al demostrar, por ejemplo, que no había habido ningún diluvio universal. El átomo de Rutherford obligó a todos a aceptar que Demócrito había tenido razón: “Sólo hay átomos y vacío. Lo demás es opinión”. Opiniones que valen tanto unas como otras; al fin y al cabo, ¿hay algo más democrático que estar todos constituidos exactamente por el mismo tipo de protones, neutrones y electrones, totalmente indistinguibles?
Hasta el (intencionalmente) mal leído Darwin en realidad estaba a la izquierda de su época. No en vano Karl Marx era su confeso admirador. El darwinismo social es un hijo totalmente bastardo e injustificado de la evolución, utilizado para fundamentar el racismo. Es que, en realidad, el término “supervivencia del más apto” no aparece en El origen de las especies, sino que es una elaboración posterior de Herbert Spencer que introduce con ella una valoración para justificar, entre otras cosas, el colonialismo y la explotación, en una típica manipulación de la derecha. En cambio lo que decía Darwin era exactamente lo contrario: no hay mejores ni peores; hay rasgos distintos y contextos cambiantes, por lo que sólo en la diversidad se podrá asegurar la continuidad de la vida. ¿Hay algo más progresista y moderno que decir que lo “mejor”, en términos de supervivencia, es la diversidad? Spencer y sus seguidores intentaron encajar la evolución, que se da en millones de años, en una situación de hecho, resultado de la violencia consciente de unos pocos siglos.
Y se puede seguir: las matemáticas apoyan a las ideas progresistas cuando las teorías del juego demuestran que la solidaridad, aunque ofrezca un equilibrio más inestable, es más eficiente que la competencia. La genética demostró que provenimos todos de la misma tribu del Africa ayudando a deslegitimar los discursos racistas.
La naturaleza de las cosas
Un descubrimiento científico es una información más acerca del mundo que contribuye a hacer más rica la realidad y que, históricamente, sirvió para socavar pensamientos preestablecidos que favorecían a los más poderosos. ¿Qué hubiera pasado si, por ejemplo, la genética hubiera demostrado que los seres humanos no provienen todos de la misma rama evolutiva o si el capitalismo fuera “matemáticamente” mejor que el socialismo? El argumento provocador de esta nota perdería sustento y se podría decir que la naturaleza, en realidad, legitima el pensamiento de derecha. Pero, por suerte, no es así. Ese es el punto.
Sin caer en un ecologismo barato que diría que debemos vivir de acuerdo con un supuesto mandato “natural”, cabe decir que la naturaleza enseña muchas cosas y que ellas están muy relacionadas con el respeto a la diversidad, la solidaridad, la falta de razas superiores y otras; valores todos que tiene o debería tener la izquierda. Eso está en la base de lo que se lee en una naturaleza lo más desnuda posible y la bomba atómica tiene más que ver con la apropiación y abuso de los poderosos que utilizan lo disponible para reforzar sus privilegios.
Si algo se ha movido la historia humana hacia una mayor igualdad, la ciencia tiene su parte de mérito.
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