Sáb 04.02.2006
futuro

NOTA DE TAPA

El doberman de Darwin

Antes de que el microscopio electrónico pusiera al desnudo las escenas más bellas de la naturaleza, ahí estaban Ernest Haeckel (1834-1919) y sus ilustraciones. Visualmente explosivas, despertadoras del asombro y de una diversidad descomunal –desde dibujos de embriones a esbozos gráficos de microorganismos de nombres ríspidos–, fueron mancilladas por un solo defecto: el de ser increíblemente falsas. Así fue: el biólogo alemán alguna vez alabado por Darwin, el mismo que popularizó la fórmula “el hombre viene del mono”, quien le puso nombre a la ecología y pergeñó términos como “protoplasma” y “filogenia”, empleó toda su creatividad e inteligencia para producir sonados fraudes –impulsado por el fanatismo y el odio racial– y para defender una causa que desembocaría con el tiempo ni más ni menos que en el genocidio.

› Por Pablo Capanna

Tendría yo ocho o nueve años, y ya había pasado por Swift y Verne, cuando me regalaron el primer libro “serio” de mi vida. Era un álbum de imágenes de la Naturaleza, no tan buenas como las fotos digitales de hoy, pero más que suficientes para despertar el asombro. Una de las figuras que más me impresionaron fue la de un microorganismo bellísimo que se parecía a un mandala tibetano. Un vecino que estudiaba medicina me preguntó si sabía qué era. “Un radiolario”, contesté, y me gané fama de niño precoz con sólo recordar la leyenda que estaba al pie de la foto.

Acabo de darme cuenta de que ése era un dibujo de Ernst Haeckel, que los libros seguían reproduciendo para asombro de las generaciones, antes de que el microscopio electrónico viniera a revelar escenas aún más bellas. Años más tarde, me enteré que Haeckel era quien le había puesto nombre a la ecología. A él le debíamos términos como “protista”, “phylum” y “filogenia”, que aún seguimos usando, y otros como “protoplasma” y “Pitecan-thropus”, que se usaron durante décadas. Lo que entonces desconocía era la mala fama que se había ganado Haeckel como tramposo y como ideólogo racista. Al parecer, el biólogo alguna vez alabado por Darwin había hecho el peor uso posible de sus talentos. Del mismo modo que puso su inteligencia al servicio del odio, empleó toda su creatividad artística para producir sonados fraudes. Admitamos que no lo hizo por el dinero o la fama (como hoy se estila) sino por fanatismo, pero la causa que defendía era la que desembocó en el genocidio.

Perro que ladra, muerde

Como era habitual entre los naturalistas del siglo XIX, Ernst Haeckel (1834-1919) fue un gran dibujante. Cuando estuvo en Italia pensó en dedicarse a la pintura; al parecer, los italianos lo desalentaron porque luego los calificó de “raza degenerada”. En cambio, encontró un gran admirador en un acuarelista llamado Adolf Hitler, al que no llegó a ver en el poder.

Médico de formación, se dedicó a la zoología y fue profesor en la universidad de Jena. Cuando leyó El origen de las especies de Darwin experimentó una revelación casi mística y se consagró a la misión de divulgar el darwinismo en Alemania. Si a Thomas Huxley lo llamaban “el bulldog de Darwin”, Haeckel se propuso ser el doberman. Se entrevistó algunas veces con Darwin y mantuvo correspondencia con él, ganándose apenas alguna mención elogiosa en El origen del hombre.

Más allá de la biología, Haeckel fue un polígrafo que escribió sobre antropología, psicología, ética, política y cosmología. Su doctrina “pan-psíquica”, que le atribuía un alma hasta a los cristales, influyó en la formación del “inconsciente colectivo” de C. G. Jung. Es casi seguro que Nietzsche lo había leído y se diría que le debía mucho. Rudolf Steiner, que se apartó de la Teosofía porque no aceptaba un mesías “de color” como Krisnamurti, se consideraba un discípulo suyo.

Cuando ya se había consagrado en la biología marina, Haeckel se ganó un gran público con la Historia natural de la Creación (1868). Su obra Los Enigmas del Universo (1899), que se lanzó con una tirada de cien mil ejemplares, tuvo una docena de reediciones y fue traducida a 25 idiomas; allí profetizaba que la ciencia del siglo XX ya no tendría problemas que resolver...

La “ley embriogenética”

Mucho después de mi descubrimiento infantil, volví a encontrarme con Haeckel en los libros de texto. Allí se le atribuía una ley evolutiva: “La embriogenia recapitula la filogenia”. En palabras sencillas, esto significaba que en el desarrollo embrionario se reproducen todas las etapas de la evolución. En una etapa, el embrión humano tiene agallas (como un pez) y más adelante ostenta una cola, como si fuese un mono.

La idea no deja de ser correcta en líneas generales, si no fuera porque Haeckel (atado al paradigma de su tiempo) pensaba a la evolución como un proceso lineal. Los embriones humanos no tienen agallas, pero presentan estructuras que en el pez se desarrollarán como tales. Lo mismo ocurre con la diferenciación sexual; el pene y el clítoris tienen el mismo origen embrionario. Lanzado a buscar pruebas para su hipótesis, Haeckel no encontró nada mejor que fabricarlas.

En 1874, el profesor Wilhelm His de Leipzig denunció que, entre otras cosas, Haeckel había retocado uno de sus dibujos para que un embrión humano se pareciese a un renacuajo, y también había metido mano en una ilustración de Bischoff. En un despliegue de “creatividad”, Haeckel agregaba colas, sacaba y ponía vértebras, le ponía cabeza humana a un embrión de mono y repetía la imagen de un embrión de un perro para presentarlo como pollo o tortuga.

La inverosímil Monera

Años antes Haeckel también había postulado la existencia de un antecesor único para todas las formas de vida terrestre, que llamó Monera. Entonces no existía la biología molecular y Haeckel imaginaba que un proto-organismo debía carecer de organización: sería una masa informe de albúmina, sin núcleo ni organoides, de la cual tendría que haber brotado toda la maquinaria celular.

Haeckel le dedicó a la Monera más de setenta páginas, incluyendo treinta dibujos en los cuales llegaba a imaginar hasta el ciclo reproductivo. Tan convincente fue que el propio Huxley creyó haber descubierto Moneras en el limo marino. Ya les había puesto por nombre Bathybius haeckelii, cuando un análisis químico reveló que se trataba apenas de yeso precipitado en alcohol. Nadie volvió sobre el tema.

El eslabón perdido

En El origen del hombre, Darwin les había atribuido un origen común a los simios y al hombre, pero había sido muy cauteloso a la hora de establecer genealogías, ateniéndose a la escasez de registros fósiles.

En cambio Haeckel, que popularizó la fórmula “el hombre viene del mono”, postuló que sólo faltaba encontrar algún “eslabón perdido” en la cadena evolutiva que los unía. Sin poder imaginar el frondoso árbol genealógico que luego desplegaría la paleontología, volvió a dejarse llevar por el pensamiento lineal.

Entre todos los que salieron a buscar el eslabón (hubo quienes lo bautizaron Archipithecus y hasta “Homo stupidus”) estuvo Haeckel, quien postuló el Pitecanthropus alalus, el hombre-mono sin habla. Popularizó el dibujo de una pareja de Pitecantrópidos a quienes mucho más tarde Von Koenigswald caracterizó como el matrimonio perfecto: nunca discutían...

Con el tiempo, la búsqueda del eslabón único fue abandonada, en cuanto al fósil de Java se lo reclasificó como Homo erectus, el Neanderthal pasó a ser un sapiens y el fósil de Piltdown resultó un fraude.

Mientras tanto, Haeckel seguía inventando. En 1908 el biólogo Arnold Brass reabrió la cuestión del fraude en un artículo titulado “El problema de los monos. Nuevas falsificaciones del Prof. Haeckel”. Esta vez, el acusado no encontró mejor estrategia que politizar la polémica. Publicó dos solicitadas en los diarios, donde admitía algunas “inexactitudes” pero acusaba a Brass de estar al servicio de los creacionistas de la Keplerbund y de los elementos reaccionarios del gobierno.

Monistas y Keplerianos

Dos años antes, Haeckel había fundado su Liga Monista (Monistenbund), que ya contaba con 6000 socios en Alemania y Austria. La Liga era más que una sociedad científica; era una usina ideológica que, dejando atrás al cauto agnosticismo de Darwin, pretendía convertir al darwinismo en una suerte de religión, teniendo por dogmas el panteísmo y el monismo materialista. Brass, por su parte, pertenecía a la Liga Kepleriana (Keplerbund) que aglutinaba a los científicos protestantes.

La consulta pública lanzada por Brass fracasó. Haeckel redobló la apuesta y convocó a la comunidad científica para que se definiera a favor o en contra del darwinismo. Obtuvo muchas adhesiones, aunque la mayoría se limitó a afirmar que con la “ley embriogenética” no se jugaba el destino de la selección natural.

En su Antropogenia de 1897, Haeckel ya había admitido “con profunda pena” que un 8% de sus ilustraciones eran “imprecisas” (es decir, trucadas) pero se justificaba diciendo que el dibujo siempre es impreciso. No era una buena excusa. La fotografía y las técnicas digitales han permitido más y mejores fraudes, a la medida de la deshonestidad del autor. Si no, que lo diga el coreano Hwang Woo-suk, protagonista de falsas clonaciones.

El eslabón encontrado

Se suele afirmar que cuando Hitler llegó al poder proscribió tanto a la Liga Monista como a la Antroposofía de Steiner. De hecho, los nazis no admitían la competencia, y no vacilaban en desembarazarse de quienes habían sido sus aliados ideológicos.

Si desde George Mosse se venían señalando las vertientes ocultistas del nazismo, en Los orígenes científicos del Nacionalsocialismo (1971) Daniel Gasman puso de relieve las fuentes pseudocientíficas. De este modo, la Liga Monista de Haeckel aparece como el eslabón que une al racismo de Gobineau y Chamberlain con esa “ciencia racial” de la cual dictaba cátedra Hans F. K. Günther en Jena y otros aplicaban en Auschwitz.

Es sabido que en la obra de Darwin (aunque no en la de Russel Wallace) se encuentran expresiones racistas. Pero en todo caso el “darwinismo social” pergeñado por Spencer “apenas” apuntaba a justificar el colonialismo y la explotación.

Con Haeckel (que acuñó el perverso slogan “la política es biología aplicada”), el racismo se convirtió en cambio en una agresiva ideología. Su conjunción con el populismo völkisch y la exaltación teosófica de la raza aria alimentó la receta nazi. Fue así como la “lucha por la vida” desembocó en Mi lucha. La guerra era vista como un conflicto racial y la eugenesia era imperativa para evitar la degeneración de la raza, tanto como la eliminación de los minusválidos. Las masacres del siglo XX comenzaron a incubarse en este clima: no olvidemos que hasta el socialista H. G. Wells proponía confinar a los débiles mentales en remotas islas.

La Liga Monista también acusaba al cristianismo de pervertir al orden natural, porque no hacía distinciones raciales y proponía reemplazar las fiestas cristianas por el culto al Sol de los antiguos arios. Haeckel enseñaba que la “cuestión judía” era un problema racial y que “las extrañas costumbres” de los judíos eran intolerables para el pueblo alemán. Sólo encontró resistencia en científicos como el anatomista Gegenbauer o en el filósofo Paulsen.

El último avatar del monismo de Haeckel fue un grupo esotérico vienés, los “Ariosofistas”, que encontraron en Haeckel la justificación “científica” de la superioridad racial nórdica. Uno de ellos, Jörg Lanz, colaboraba con la revista de los monistas. Más tarde, fundó su propia publicación, que tuvo a Hitler entre sus lectores.

El pariente incómodo

Con semejantes antecedentes de falsario y genocida potencial, Haeckel es una figura incómoda, de la cual lo más rescatable resultan ser los dibujos. Los biólogos se cuidan de recordar que ni sus falsificaciones ni su supuesta ley comprometen al darwinismo.

Por supuesto, el tramposo Haeckel es el blanco ideal para la Creation Science, el movimiento político norteamericano que tanto ha contribuido a confundir las ideas. La misma condena aparece en algunos foros islámicos, reflejando cierta simetría de los fundamentalismos.

Apoyándose en los fraudes de Haeckel, los creacionistas terminan por echarle a Darwin la culpa del Holocausto, y cargan las tintas inventándole una imaginaria condena por fraude. Los neonazis son tan torpes que ni siquiera se molestan por reivindicarlo.

Pero sin duda los que más molestos están con Haeckel son los panteístas. En una página del “Panteísmo Científico” (sea eso lo que sea) se presenta a Haeckel como una “monstruosa paradoja”. Si bien se lo exalta como un “valiente crítico del cristianismo”, se lo execra como antisemita. Al parecer, lo primero es políticamente correcto y lo segundo (todavía) no.

Si el lector (crea en lo que crea, o bien en nada) repara en cuáles eran las críticas que Haeckel le hacía al cristianismo, se dará cuenta de cuánto le debían los nazis. En su ideología no había lugar para los derechos humanos, una de las pocas cosas que (todavía) todos dicen respetar. Hoy, Nietzsche ha sido blanqueado por los posmodernos, que culpan de todo a su malvada hermana, a Hitler (que había heredado su bastón y se abrazaba a su busto) y a los comunistas de la RDA que escondieron sus manuscritos.

No vaya a ser que a alguien se le ocurra jugar al transgresor para volver a la carga con el tema de la desigualdad (y no de la diversidad) humanas. No faltan quienes pagarían por encontrar un ideólogo que justifique la exclusión social, aunque más no fuera para hacer un best-seller.

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