Sábado, 11 de febrero de 2006 | Hoy
EL OLOR DE LA LUNA
Por Mariano Ribas
“Parece que alguien hubiese disparado una carabina aquí adentro”, dijo Gene Cernan, del Apolo 17, al quitarse el casco dentro del módulo de descenso Challenger. Cernan regresaba de una larga caminata lunar por la montañosa zona de Taurus-Littrow (a 20’ de latitud Norte) junto a su compañero, el geólogo Harrison Schmitt. Y ambos sintieron un extraño aroma, seco y fuerte, que llenaba el pequeño habitáculo de la navecita. Era el 11 de diciembre de 1972, la última vez que el hombre caminó por la cenicienta superficie selenita. Ya han pasado más de tres décadas, y ellos, al igual que Armstrong, Aldrin, Sheppard y otros astronautas de la era Apolo, recuerdan, y hasta añoran, el misterioso “olor” de la Luna.
A decir verdad, los doce hombres que se pasearon por suelo lunar, entre 1969 y 1972, no sintieron olor alguno mientras estaban a la intemperie. No podían sentirlo: por empezar, nuestro satélite no tiene “aire”, ni nada que pueda transportar aromas. Y encima, llevaban trajes y cascos, que los aislaban completamente de ese medio ambiente horrorosamente hostil (temperaturas de más de 100ºC, total falta de oxígeno, y bombardeo de radiación solar ultravioleta, sólo por nombrar algunas de las delicadezas lunares). Pero todo cambiaba cuando los astronautas volvían de sus caminatas al reconfortante, aunque diminuto, habitáculo del módulo de descenso. Allí podían descansar, quitarse los cascos y los guantes, y respirar libremente. En ese ambiente de “atmósfera artificial” sí podían sentirse olores. Especialmente uno: el del polvo lunar, una arenilla grisácea, suave y escurridiza que, por más sacudidas y cepilladas que se dieran, siempre se les impregnada por todas partes. Y muy especialmente, claro, en sus botas.
El histórico puñado de viajeros coincide: el aroma del polvo lunar era muy fuerte. Tan fuerte, que Schmitt tuvo un verdadero ataque de alergia extraterrestre: “Cuando me quité el casco después de la salida que hicimos con Gene (Cernan), sentí algo raro en la nariz, y enseguida se me inflamaron los adenoides” (las placas de cartílago de las paredes nasales). Curiosamente, la reacción del astronauta del Apolo 17 fue menos intensa en las siguientes salidas del módulo: “Parece que fue adquiriendo cierta inmunidad al polvo lunar”, recuerda. Su compañero de aventuras definió muy claramente la particular fragancia selenita: “Olía a pólvora quemada”, cuenta Cernan. Pero hubo un astronauta que dio un paso más allá, y se animó a saborearlo. Según Charlie Duke, del Apolo 16 (abril de 1972), no sólo tenía olor a pólvora (quemada), sino también “gusto a pólvora”. Aroma y sabor parecidos. Uno podría pensar, entonces, que podría haber cierta similitud (química) entre ambas cosas... ¿pero la hay?
No. En nada. La pólvora moderna es una mezcla de nitrocelulosa (C6H8(NO2)2O5) y nitroglicerina (C3H5N3O9), dos complejas moléculas orgánicas altamente inflamables. “Pero en la Luna esas moléculas no existen”, explica el doctor Gary Lofgren, uno de los principales científicos que trabajan en el Laboratorio de Muestras Lunares del Centro Espacial Johnson de la NASA. Y para ser más gráfico, agrega: “Si le acercamos una llama a ese polvillo, no pasa nada, al menos, nada explosivo”. Los análisis de las muestras traídas a la Tierra por los astronautas, revelan que buena parte del polvo lunar está formada por partículas de dióxido de silicio, muy probablemente originadas por el continuo impacto de meteoritos que –a modo de martilleo triturador de rocas– sufrió nuestro satélite durante miles de millones de años (un impiadoso bombardeo, cuyas huellas saltan a la vista, hasta con el más modesto de los telescopios). También contiene hierro, calcio y magnesio (unidos a minerales como la olivina y el piroxeno). Nada que ver con la pólvora, ni fresca ni quemada. ¿Y entonces?
Para salir de este embrollo, los científicos han arriesgado algunas explicaciones. Una de ellas es simple y razonable: tal vez, el dichoso polvo lunar se “quemó” al entrar en contacto con el oxígeno del interior de los módulos (no hay que olvidar que el oxígeno es altamente reactivo, y pudo haberse combinado gracias a enlaces químicos sueltos presentes en aquella rara sustancia). “Sería una oxidación demasiado lenta como para provocar llamas o humo –explica Lofgren–, pero aun así la reacción podría producir un aroma más o menos parecido al de la pólvora quemada.” Puede ser.
Pero aquí no se termina el aromático misterio. Para complicar aún mas las cosas, otro datito: las muestras guardadas en laboratorios terrestres, como el del Centro Espacial Johnson, no tienen olor. Lofgren asegura que ha tenido en sus propias manos kilos y kilos de polvo y rocas de la Luna, los ha olfateado, y nada. ¿Acaso los astronautas se lo imaginaron todo? Una vez más, el experto nos tira un salvavidas teórico: esos materiales se han vuelto inertes. Por empezar, deben haber entrado en contacto con el aire húmedo y rico en oxígeno de las naves que volvían a la Tierra, y luego siguieron interactuando aquí. Y reaccionaron: cualquier proceso químico aromático habría cesado a principios de los ‘70. Obviamente, se supone que eso no debía ocurrir: la idea era que los astronautas de las misiones Apolo trajeran las muestras “vírgenes”. Y para eso llevaban una especie de termitos herméticos. Pero, según Lofgren, los bordes filosos de las rocas y las partículas lunares abrieron diminutas grietas en los envases. Y así, durante los tres días que demoraba el regreso de las Apolo de la Luna a la Tierra, buena parte de esa preciosa carga entró en contacto con el oxígeno y el vapor de agua de las naves.
Con sus claros y sombras, el misterio todavía perdura. Y seguramente, seguirá perdurando hasta que el hombre vuelva a pasearse por aquellos pagos no tan lejanos. Schmitt, el de la primera alergia extraterrestre, está ansioso por resolver el pleito: “Hay que ir, y estudiar ese extraño polvo in situ”. Pero él, y todos, tendremos que esperar, porque, al parecer, la NASA planea volver a la Luna recién en 2018.
Falta mucho, es cierto. De todos modos, mañana mismo podemos intentar algo: al caer la noche, salga y mire hacia el Noreste. Allí estará ella, bajita sobre el horizonte. Blanca, enorme y bien redonda. Llena. Mírela fijo un rato. Luego, cierre los ojos y viaje hasta ella con la imaginación. Y sin abrirlos, piense en la “pólvora quemada” de los valientes muchachos de la era Apolo, y respire muy profundo. Quién le dice, en una de esas, usted también sentirá el olor de la Luna.
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