Sábado, 18 de febrero de 2006 | Hoy
PARALELISMOS ENTRE LOS PROGRAMAS NUCLEARES IRANI Y ARGENTINO
La situación internacional en materia nuclear se está poniendo delicada, por decirlo de alguna manera. Los Estados Unidos están presionando a Irán para que detenga su programa de enriquecimiento de uranio, con el argumento de que es el principio del camino hacia la fabricación de armas nucleares. Más allá de las distintas apreciaciones que se puedan hacer sobre el tema, es interesante saber que la Argentina tuvo problemas similares durante las décadas de los setenta y los ochenta, en el siglo pasado.
Por Diego Hurtado de Mendoza
La presión de Estados Unidos sobre el desarrollo nuclear en Irán presenta una raíz común con la padecida por el desarrollo nuclear de la Argentina durante los años setenta e inicios de los ochenta. A pesar de las distancias geográficas y los contextos políticos muy diferentes, hay una semejanza clara: dos países periféricos que desean acceder a tecnologías de punta.
La propia naturaleza de la tecnología (y de la ciencia) moderna plantea una paradoja para los países dependientes: toda tecnología de punta está vinculada a cuestiones de seguridad: la química produce armas químicas, la biología armas bacteriológicas y la física armas nucleares. En definitiva, entre las restricciones que plantea el mercado de patentes en manos de corporaciones multinacionales y las cuestiones de seguridad y defensa en manos de los sectores político-militares de las potencias, se cubre el espectro casi completo de la ciencia y la tecnología relevantes para el desarrollo de una nación. Estas son las reglas de juego.
Con esta limitación de partida, el presente retorno de la energía nuclear como opción limpia frente al calentamiento global puede significar para la Argentina un escenario favorable. Alcanza con recordar que, a pesar del desmembramiento del sector nuclear durante el menemismo, a través de la empresa Invap –desprendimiento de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA)– la Argentina exportó, desde los setenta, centrales nucleares de investigación y producción de radioisótopos, reactores de investigación y plantas de fabricación de elementos combustibles para reactores a Perú, Egipto, Argelia, Egipto, Rumania y Australia, entre otros países.
Así, las expectativas nucleares de la Argentina y su historia non sancta en este terreno –al menos desde la perspectiva de las potencias– parece indicar que se debe tomar con especial cautela el juego de la diplomacia alrededor de lo que ocurre en Irán.
Las ambiciones nucleares de Irán
Irán fue uno de los 25 países que, entre 1955 y 1961, firmaron acuerdos casi idénticos con los Estados Unidos en el marco del programa “Atomos para la Paz”. La lista incluyó a la Argentina y a Brasil. Era la época en que la energía nuclear era promovida como la nueva panacea. Las expectativas de ganancias para los dueños de esta tecnología eran enormes. Era un momento clave para la industria nuclear norteamericana. Por su parte, algunos países en desarrollo vieron en el área nuclear, además de una nueva forma de energía, una fuerza capaz de traccionar a numerosos sectores de la industria hacia un proceso de desarrollo tecnológico y económico.
Irán era rico en petróleo, pero con una pobre capacidad eléctrica instalada y sin red eléctrica nacional. Luego de la partida de las fuerzas británicas del Golfo Pérsico en 1971, el Shah imaginó a Irán como el enclave de los intereses occidentales en la región. El nuevo escenario planteado por la guerra de Yom Kippur y el vertiginoso incremento del precio del petróleo disparado a fines de 1973 era una oportunidad histórica. Como país pobremente desarrollado, el desafío de Irán era encontrar la manera de asimilar productivamente los ingentes ingresos de la venta de petróleo a un precio cuadruplicado. El Shah decidió apostar a la rápida modernización con inversiones masivas enmarcadas en un plan de desarrollo económico. La clave del asunto era que el petróleo era mucho más valioso en la producción petroquímica y la exportación que en el consumo doméstico. Dada la escasa capacidad hidroeléctrica, la alternativa nuclear era la primera opción. El objetivo era alcanzar tan pronto como fuera posible una capacidad de 23.000 MW a partir de plantas nucleares (la capacidad eléctrica total instalada de la Argentina era a comienzos de los setenta de 6900 MW).
Además de firmar acuerdos con Francia y Alemania, Irán contó con la cooperación de los Estados Unidos. La rígida y restrictiva política exterior en materia nuclear de Jimmy Carter a fines de los setenta hizo una excepción con Irán, que había firmado en 1968 el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (TNP). En enero de 1978, Carter prometía no discriminar a Irán en cuanto a la solicitud de reprocesar plutonio a partir del uranio enriquecido provisto por los Estados Unidos para sus reactores. A cambio, Irán aceptó las salvaguardias adicionales solicitadas por Washington para sus futuras instalaciones nucleares.
Sin embargo, el despegue del programa nuclear iraní no fue posible, no por la oposición de las potencias –por el contrario, Irán portaba entonces credenciales de país no proliferador–, sino por cuestiones de infraestructura, organización y oposición política interna. Con la revolución que depuso al Shah en 1979, el programa nuclear iraní se desaceleró y entró en un letargo del cual comenzó a salir recién a comienzos de los noventa.
Argentina, país proliferador
A diferencia de Irán, la Argentina no había firmado el TNP y estaba bien arriba en la lista de los países proliferadores. La prueba nuclear realizada por la India en mayo de 1974 había enfocado la atención de las potencias nucleares sobre la Argentina. Para John Redick, un influyente analista de la época, el próximo país en explotar un artefacto nuclear sería la Argentina. Su programa nuclear, argumentaba Redick, mostraba una “semejanza perturbadora” con el de la India: ambos países contaban con excelentes cuadros de especialistas; ambos se decidieron por la línea de reactores de uranio natural, que presenta, se decía, ventajas militares; finalmente, ambos habían acumulado la cantidad necesaria de experiencia como para no depender de la tecnología extranjera. Y concluía Redick: “Es difícil escapar a la conclusión de que cada paso del programa nuclear argentino parece haber sido diseñado para poder pasar rápidamente al desarrollo de armas”.
Estas afirmaciones fueron enfáticamente desmentidas por personal de la CNEA en las páginas de los diarios norteamericanos. En el Washington Post de diciembre de 1974, por ejemplo, se pueden leer declaraciones del ingeniero de CNEA Jorge Cosentino: “No tenemos un programa [nuclear] militar, y lo que es más importante, no podemos tenerlo”. Cosentino aludía a la difícil situación financiera y a continuación explicaba por qué los 100 kg de plutonio que se obtienen cada año de la central nuclear de Atucha I no tienen la composición adecuada para un artefacto nuclear. El ingeniero Mario Báncora, jefe de la división de reactores de CNEA, sostuvo en el mismo periódico: “La única cosa que la bomba india hizo por nosotros fue complicar terriblemente nuestras vidas”.
Más categórico, Jorge Sábato, uno de los artífices de los primeros veinte años de desarrollo nuclear argentino y de la ideología del desarrollo tecnológico autónomo, sostuvo entonces que, “so pretexto de impedir la proliferación de armas nucleares, tratan de impedir a toda costa que los países en desarrollo alcancen el pleno dominio de las técnicas de reprocesamiento y de enriquecimiento”. Ya en la reunión dedicada a los usos pacíficos de la energía atómica realizada en Ginebra en 1972, los representantes de CNEA se habían quejado de que, para los países en desarrollo, la supuesta cooperación en el área nuclear promocionada por las potencias “se endurece en forma coincidente con los inicios de la industrialización”.
El momento más complicado para la Argentina tuvo lugar durante los primeros años de la última dictadura. Mientras Canadá –proveedor de la tecnología de base que la India utilizó para fabricar su bomba– aplacaba sus problemas de conciencia tomando medidas unilaterales que hacían peligrar la construcción de la central de Embalse –nuevas exigencias, tanto económicas como de salvaguardias–, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la “Nuclear Non-Proliferation Act” que establecía una política estricta de prohibición de exportaciones a “ciertos países” de tecnologías “sensitivas”, entre ellas la de enriquecimiento de uranio, reprocesamiento de plutonio y producción de agua pesada. Entre las consecuencias de esta iniciativa, el gobierno de Carter cortó en 1978 el suministro de uranio enriquecido para los reactores de investigación argentinos.
Carlos Castro Madero –presidente de CNEA durante la última dictadura– redobló la apuesta. Entre otros proyectos, puso en marcha en 1978 un programa secreto para la obtención de la tecnología de enriquecimiento de uranio en Pilcaniyeu, provincia de Río Negro. También en ese momento la dictadura recurrió a la ayuda de la Unión Soviética y China (aunque esta última no se concretó) y rechazó el embargo de granos a la Unión Soviética propuesto por Carter como represalia a la invasión a Afganistán en 1979.
Durante la guerra de Malvinas, la Argentina fue tratada sin eufemismos por la prensa norteamericana como un delincuente furtivo en el área nuclear. A pesar de las cámaras instaladas por el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) y de las inspecciones periódicas, se acusaba a CNEA de “separar” plutonio en las cargas y descargas de combustible de Atucha I. En esos días, el propio Castro Madero declaraba a un periodista brasileño –y el Wall Street Journal lo reproducía– que “las relaciones y la cooperación en nuestra área [la nuclear] con los Estados Unidos no pueden ser peores”.
En un país devastado por un genocidio, un colapso económico y una guerra con una potencia, el 18 de noviembre de 1983, semanas antes de la asunción de Raúl Alfonsín, Castro Madero arrojó una bomba mediática que fue tratada en los principales diarios norteamericanos con titulares del estilo “Buenos Aires puede producir armas nucleares”; “Argentina capaz de construir cuatro bombas por año” (Washington Post, 9 y 12 de diciembre de 1983).
En ese momento, Castro Madero sostuvo ante la prensa internacional que la decisión de iniciar este proyecto había sido motivada “por la inesperada decisión de nuestro proveedor de uranio enriquecido [Estados Unidos] de interrumpir la provisión de este material, el cual es requerido para la operación de nuestros reactores de investigación y producción de radioisótopos en el momento en el que nosotros estábamos iniciando una política de exportación de reactores a América latina y cuando podíamos prever posibilidades muy prometedoras a partir del uso de elementos combustibles levemente enriquecidos en nuestros reactores de potencia”. Castro Madero intentaba una moraleja: “Una vez más, como la Argentina lo había establecido en varios foros internacionales, ha sido demostrado que tal política de negaciones, promovida por las grandes potencias [...] falló en dar los resultados esperados”. También aclaraba que la Argentina no se sometería a las inspecciones supuestas en los tratados internacionales contra la proliferación de armas nucleares, ya que la Argentina no firmó dichos tratados por considerarlos discriminatorios de los países en desarrollo.
La llegada de Alfonsín a la presidencia bajó la temperatura. Lo cierto es que una mirada retrospectiva indica que nunca existió en CNEA un proyecto de “bomba argentina”. El programa nuclear “paralelo” de Galtieri (del que poco se sabe) fue promovido fuera de la CNEA, no tuvo objetivos científicos o tecnológicos realistas (como sí lo tuvo el programa nuclear “paralelo” de los militares brasileños) y sólo sirvió para arrojar descrédito y sospecha. De forma inequívoca, a lo largo de medio siglo los portavoces del desarrollo nuclear argentino insistieron en su orientación pacífica. Aun durante los más oscuros años de la dictadura, Castro Madero sostuvo de forma categórica esta orientación. El gran peligro nuclear del caso argentino parece haber sido su capacidad de alcanzar la autonomía nuclear e ingresar en calidad de competidor en el mercado de esta tecnología.
Finalmente, mientras que a comienzos de los noventa algunas iniciativas tomadas en conjunto por la Argentina y Brasil y la posterior firma de ambos del TNP reducían sensiblemente las sospechas de proliferación nuclear en América latina, Irán reactivaba su programa nuclear y entraba, junto con Irak y Corea del Norte, en la categoría de “proliferador hostil”.
El regreso de la energía nuclear
Una de las señales evidentes de la actual crisis de Irán es el problema energético que aparece en el horizonte de los Estados Unidos y, como correlato, el retorno de la energía nuclear a las expectativas del mercado. En abril de 2004, cuando Brasil, que no es Irán, anunció su propósito de entrar al mercado del uranio enriquecido, también fue presionado por Estados Unidos con la exigencia de inspecciones y nuevas salvaguardias.
En el caso de Irán, ante su evidente e histórica necesidad de energía nuclear para la producción de electricidad, la prueba más contundente presentada por Estados Unidos fue la adquisición de un “manual” para construir una bomba atómica en el mercado negro. Si la obtención de un manual de instrucciones fuera un hecho relevante, el problema estaría en todo caso en el mercado negro y no en Irán.
Para la Argentina, no se trata obviamente de defender los intereses nucleares de Irán, sino de hacer frente a las expectativas que las potencias nucleares, siempre voraces y poco disimuladas, están mostrando respecto de la reapertura del mercado nuclear en el cual la Argentina puede tener un lugar interesante.
Es cierto que en las relaciones diplomáticas entre la Argentina y los Estados Unidos no hay mucho margen para el altruismo o la convicción ideológica. Todo se reduce a un juego de presiones y a la habilidad político-discursiva del débil para ceder de forma tan digna como sea posible, minimizando los costos políticos en el escenario interno. En esta estrecha franja de maniobra, se trata de que la Argentina logre formular una respuesta diplomática que no comprometa el futuro del desarrollo nuclear argentino. No hay que olvidar que bajo la mirada imperial, la Argentina e Irán son ambos gatos pardos.
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